Un trabajo para funcionar, una casa donde vivir y aire limpio que respirar. Estas tres premisas serían, posiblemente, denominador común entre todos los mortales. Obviamente, el hombre medio coincidiría en otras tales como sanidad, educación, seguridad, pero en este momento quiero centrarme en el que considero el más nombrado: el trabajo.

El empleo es considerado como eje primario para poder conducir una vida dentro de los límites de la normalidad. Un trabajo te hace sentir útil, productivo, que formas parte de algo más importante que tú mismo, desarrolla y optimiza tus capacidades (o eso debería ser), te hace conocer tus limitaciones (lo cual debería hacerte más poderoso); es tu esfuerzo individual el que contribuye a hacer más próspera la actividad productiva de una sociedad, lo cual incrementa ese sentimiento de pertenencia a algo, a alguien o algún lugar tan presente y deseado en la condición humana. Un trabajo siempre debe ser digno, y esa dignidad solo puede venir expresada, a mi entender, por tres factores: el sueldo, el horario y las medidas de seguridad. Si estas tres premisas se dan en tu vida de la forma que esperas seguro que entiendes que tu trabajo es un “trabajo digno”. Si no sólo se da lo anterior sino que, además, tienes un “sueldazo” con horario libre y te mueves en el paraíso, entonces no tienes un trabajo digno, entonces ¡eres un afortunado!

No obstante, también existe la realidad inversa: el paro. No tener trabajo y/o no poder encontrarlo nos sitúa en uno de los peores escenarios posibles: estrés, ansiedad, sensación de fracaso, exclusión, incomprensión, miedo a no poder afrontar las necesidades económicas, tanto las propias como las de quienes dependen de ti. En definitiva, es un “dramón” que lleva en muchas ocasiones a caer en depresión y, en algunos casos extremos, al suicidio.

El paro es el cáncer social que ha llevado a nuestra sociedad al fracaso económico más radical de la era moderna y al peor endeudamiento que ha sufrido nunca nuestro país. Hablamos ya de deuda perpetua, lo que significa que cuando tenemos un hijo, éste tiene hipotecado su futuro. Y no solo eso, el paro también es causante de uno de los mayores problemas sociales que ya advertía años atrás y que lamentablemente ha eclosionado en la actualidad: la insostenibilidad de las pensiones.

Las pensiones en los últimos tiempos están siendo sometidas a continuas revisiones que no son más que la antesala de importantes recortes. Y es una evidencia que si no hubiera desempleo no habría ningún recorte a corto ni medio plazo. NINGUNO.

Merecen ser destacados también dos efectos colaterales del paro. El primero es la huida masiva de nuestros jóvenes, quienes desolados con tan precario escenario, han tenido que marchar a otros países para poder edificar una vida, simplemente eso, una vida. El segundo, el paupérrimo dato de la natalidad. Si no hay trabajo, difícilmente las personas pueden apostar por la filiación. Además, quienes finalmente optan por tener un hijo ven frustradas sus expectativas de vida con horarios laborales difícilmente conciliables con la vida familiar. Hay que tener en cuenta las previsiones de que en los próximos diez años veremos aumentada notablemente la población de personas con más de 65 años, un verdadero “marronazo” que ataca directamente a la sostenibilidad del sistema de pensiones. Por ello, debemos corregir tan severos desequilibrios a velocidad de crucero, o de lo contrario vamos a vivir graves episodios de tensión e inseguridad económica y social, cuyos primeros ejemplos se están reproduciendo en miles y miles de personas que subsisten en el umbral de la pobreza.

Por todo ello, y más allá de cualquier consideración política, hay algo que debe presidir el mandato de todo gobernante: los datos en la creación de empleo efectivo. No me vale el dato positivo por pérdida de población activa (por salida del mercado de trabajo o jubilación) sino el coeficiente real de trabajo creado (nuevos puestos de trabajo). Y aquí es donde me gustaría que pensionista y titulares de una prestación pública pusieran especial atención. Cuando vean que alguien crea trabajo digno, deben pensar que ese SÍ es un verdadero héroe, un patriota (si es que aún podemos usar esta palabra para describir a aquellos que realizan proezas en beneficio de todos), porque con su acción atacan directamente al cáncer social que padecemos.

Entre todos debemos ser un poco más tolerantes con aquello que hace crecer el empleo en nuestro país, en nuestra población, en nuestro barrio o en nuestra propia finca, aunque ello suponga una leve alteración en la vida que habíamos llevado hasta entonces, porque, esté bien seguro, que de la creación de esos empleos usted se verá de algún modo beneficiado. De ahí, por ejemplo, mi brutal critica, entre otras, a la superilla del Poble Nou: una estructura promovida por el gobierno Colau que, lejos de promover una mejora de condiciones que permitan un mejor desarrollo económico que lleve a la creación de puestos de trabajo, es una medida contraria al interés popular y que atenta gravemente al comercio municipal y de barrio. A eso le denomino políticas implícitas de destrucción de empleo y que se erigen como el mayor atentado social, posible precisamente por el impacto nocivo que ataca frontalmente a la sostenibilidad del sistema.

Volvamos a los intereses y necesidades reales de las personas: sólo así podremos plantar cara al desempleo y tener alguna posibilidad de salirnos de esta maldita encrucijada donde nos hemos metido entre todos.