La muerte de Joan Guerrero es un hecho más en una naturaleza que no se inmuta porque no siente ni padece. Pero los humanos sí tienen sentimientos; sí padecen. Y desde esa perspectiva, el fallecimiento del fotógrafo de la ternura provoca ese dolor que da la ausencia. Del fotógrafo y de la persona. Extraordinario ejemplar de lo mejor de los humanos.

Había nacido en Tarifa en 1940 y en 1964 dejó Andalucía para instalarse en Santa Coloma de Gramenet. Era entonces una pequeña ciudad en proceso de transformación. Tenía unos 20.000 habitantes que hoy se han convertido en casi 120.000. Los servicios escaseaban. Había apenas una escuela pública y varias academias privadas que trataban de dar satisfacción a las ansias de saber de una población mayoritariamente llegada de otros puntos de España, confiando en mejorar sus condiciones de vida. Empeñada en ello.

Allí no llegaba aún el metro. Sólo tres líneas de autobús conectaban a los residentes con sus puestos de trabajo, situados casi todos en Barcelona u otras ciudades más industrializadas. Pero la población estaba dispuesta a cambiar las cosas. Una voluntad que compartía Joan Guerrero. La sentía, la vivía y ya la fotografiaba. Muchas de sus fotografías reflejan los sentimientos de aquellos hombres, mujeres y niños. El dolor y la alegría. El temor y la esperanza. La zozobra y la ilusión.

Joan Guerrero fotografiaba a la gente porque se veía en ella. Ese hombre bueno, en la acepción que daba Machado al adjetivo, era todo simpatía, en el sentido literal del griego originario: padecer con el otro; compasión, si se prefiere el término latino.

Empezó a publicar en la revista Grama, reflejo de las inquietudes de la gente de la población y apadrinada por movimientos vinculados a la iglesia católica distanciados de la curia. No es casualidad que el primer alcalde de la democracia fuera Lluís Hernàndez, un sacerdote anómalo en cualquier parte menos en la Santa Coloma cuyos pálpitos y anhelos había fotografiado Joan Guerrero.

De Grama pasó al resto de diarios barceloneses. Siempre con la misma mirada que atravesaba el objetivo para demostrar que se puede ser creador de belleza reflejando la realidad social en blanco y negro.

Hay malas lenguas que afirman que en los diarios de papel trabajaban tres tipos de personas: hombres, mujeres y fotógrafos. No hay que ver en ello menosprecio alguno. La frase reflejaba la dura lucha por el espacio entre quienes iban a contar los hechos con palabras y quienes los reflejaban con imágenes. Unos y otros creían que su modo era más preciso. Salvo que la fotografía fuera de Joan Guerrero. Y no es que los otros fotógrafos fueran malos. En El País coincidió con Agustí Carbonell, Carles Ribas o Joan Sànchez. Pero Joan Guerrero era otra división. Incuestionable.

Ya mayor viajó repetidamente a América latina, donde hizo excelentes reportajes y muy buenos amigos. Cuando por motivos diversos tuve que viajar a Nicaragua fueron esos amigos los que me abrieron muchas puertas, incluida la casa de Edén Pastora, el famoso Comandante Cero.

Le pregunté una vez cuál era su foto favorita y respondió sin dudar: un retrato en primer plano de un campesino salvadoreño. Decía que ahí había captado el rostro de la dignidad. Una dignidad que para él compartían por igual todos los seres humanos. Pero, de inmediato, debió de sentirse grandilocuente y añadió una anécdota de su estancia en El Salvador. “Me acompañó un amigo a un cementerio y estuve tomando unas fotografías. No pude dejar de darme cuenta de que junto a la mayoría de las tumbas había frutas frescas. Quise ser irónico y preguntar a mi acompañante a qué hora se comían esas frutas los difuntos. Me miró unos segundos y contestó que a la misma en que los fallecidos salían de sus tumbas en Europa para oler las flores que se les ponen. Me estuvo bien empleado. Mi pregunta era, de todas, todas una impertinencia”. Pura humildad, porque su bondad estaba reñida con la impertinencia.