Tengo un amigo que trabaja en cosas del alumbrado público. Me enseñó un estudio para iluminar un barrio de Barcelona en el que habían trabajado con datos de una compañía telefónica. Sobre un plano del barrio, podían verse puntitos desplazándose arriba y abajo por la calle, a cualquier hora del día o de la noche. Era como ver un hormiguero. Cada uno de esos puntitos era un teléfono móvil y gracias a la geolocalización uno podía estimar cuánta gente (en verdad, cuántos teléfonos móviles) pasaba por un lugar determinado en un tiempo determinado. Eso permitía estimar las necesidades de alumbrado público del barrio en muy poco tiempo, calle por calle. ¡Cómo avanza la tecnología!

Si el uso que hacemos de los teléfonos móviles nos ofrece en bandeja datos muy interesantes, no menos interesantes son los datos procedentes del pipí y del popó del personal. En efecto, el análisis de las heces presentes en las aguas residuales de una ciudad nos permite saber muchas cosas sobre su población. A modo de ejemplo, fue posible conocer la extensión y la evolución del virus del covid durante la pandemia gracias a los análisis que se hacían de las aguas residuales. Pero proporcionan más información, ya verán ustedes.

Gracias al análisis de las aguas residuales sabemos que el distrito de Sarrià-Sant Gervasi es el más aficionado al consumo de sustancias estupefacientes ilegales. Ya saben, drogas. Cocaína, cannabis, MDMA y otras anfetaminas, etc. También sabemos que el consumo de cocaína en Barcelona aumenta, aumenta y aumenta desde que comenzó a medirse y somos una de las ciudades europeas con más cocaína detectada en sus aguas residuales, aunque nos ganan Tarragona y Amberes. Algo parecido sucede con el cannabis. También se ha incrementado su consumo. Además, Barcelona sería la tercera ciudad con mayor presencia de cannabis en las heces de toda Europa. El consumo de MDMA se incrementó un 20% en 2023, y el de ketamina, más de un 77%.

En otras palabras, parafraseando al capitán Renault, ¡qué escándalo! ¡Aquí consumimos sustancias!

Pero, vamos a ver, que la policía lleva mucho tiempo advirtiendo del éxito de Barcelona como puerto de entrada de drogas ilegales en Europa, porque el estrecho de Gibraltar ya no es lo que era. Somos, en el ámbito de las mafias de traficantes de drogas, uno de los destinos más interesantes del continente. Estamos bien comunicados y hacemos la vista gorda. Barcelona aparece en letras mayúsculas, negritas y subrayadas si uno estudia las infraestructuras del tráfico de cocaína, cannabis, hachís o lo que prefieran en Europa y el mundo. El mes pasado, sin ir más lejos, pillaron más de 400 kg de cannabis en el puerto, una cifra que no está nada mal, pero no es ni la primera ni la segunda ni la tercera vez que pillamos centenares de kilos de droga de aquí para allá en el puerto de Barcelona o escondidos en algún almacén.

Sumen a todo esto la presencia de personajes de dudosa reputación en nuestra ciudad y alrededores. Alguno cae tiroteado aquí o en Marbella, de vez en cuando. Y recuerden la buena disposición de algunas figuras públicas que iban a comisión, a tanto por obra pública, para tratar amistosamente con esa gente. Algunos hasta han compartido negocios y redes de blanqueo de capitales, no les digo más.

El negocio nos da para presumir de yates en el puerto y restaurantes de cinco tenedores llenos, pero existe otra cara lamentablemente funesta. Pregunten, si no, a los centros de atención y seguimiento de las drogodependencias de Barcelona (CAS). En Barcelona, hay un CAS cada 100.000 habitantes, poco más o menos. En un año, los CAS de Barcelona ayudan a más de 11.000 usuarios. Así y todo, no es suficiente. La falta de medios públicos la intentan suplir organizaciones sin ánimo de lucro que se enfrentan a un panorama, pueden imaginárselo, desolador. Sumen el alcoholismo a estas adicciones y se llevarán las manos a la cabeza.

Ciudades con una población drogodependiente importante, como L'Hospitalet, Terrassa, Badalona o Sabadell, apenas disponen de un CAS para todo el municipio. En la región metropolitana no se llega a un CAS por cada 200.000 habitantes, y no hablemos de Cataluña. Eso explicaría por qué uno de cada cuatro usuarios de los CAS de Barcelona proviene de otro municipio, donde no consigue que le atiendan o donde ni siquiera existe este servicio de ayuda. En general, Catalunya sufre una falta de servicios sanitarios y sociales para tratar las adicciones crónica desde hace demasiados años.

Pero, oye, que ahora nos pondrán un referéndum y helado de postre.