Nietzsche, filósofo de cabecera para los amantes de las citas resultonas, dejó dicho que la filosofía alemana era el producto de la cerveza. Leyendo a los idealistas alemanes y luego a Hegel, cuyos textos parecen ser el resultado de una monumental borrachera, estamos tentados a darle la razón. Cierto es que Nietzsche era abstemio, pero eso no impidió que rindiera tributo a Dionisios, dios del vino, y que acabara sus días en un sanatorio, chiflado del todo, después de abrazarse al cuello de un caballo. Lo que nos lleva a considerar que si la filosofía alemana es cerveza, la anglosajona, también, mientras que la brillantísima filosofía clásica, el cristianismo, gran parte de la escolástica y casi todo el Renacimiento serán producto de la ingesta de vino hasta decir amén.

¡Sí, lectores míos! La historia del pensamiento occidental está íntimamente ligada al consumo de sustancias... eh... al consumo de sustancias, dejémoslo así.

Una de estas sustancias es la ratafía, cuyo origen se remonta a la ratafià di Andorno. Dicen que corría el año 1000 y esta ratafià salvó de la peste a todos los habitantes de ese pueblecito italiano. Gracias a ese pedo salvífico y monumental, el inventor de tan preciado licor pudo casarse con la hija del señor del lugar y colorín, colorado, etcétera.

El invento de los italianos tuvo un gran éxito. Europa buscaba emociones y la mezcla de aguardiente, hierbas y especias las proporcionaba. Propagó el alcoholismo y la extraña idea de que la ratafía de verdad es la nuestra y no la que elabora el hijo del vecino, origen del concepto de nación. Aunque, digámoslo de una vez, la ratafía es más o menos lo mismo en Italia, Francia, Polonia, Suiza o los países bálticos. También aquí.

Mientras escribo caigo en cuenta que las regiones en las que se consume y produce más ratafía son aquellas en las que la intolerancia arraiga con más fuerza. Valgan como ejemplos el fanático calvinismo de Ginebra o las comarcas en las que nacieron movimientos como el Front Nationale francés, la Lega Nord italiana o el Prawo i Sprawiedliwość polaco. Quisiera creer que es una coincidencia, que no es una relación de causa-efecto, pero la tentación de suponer lo contrario es fortísima. No sé qué pensar.

Por eso, cuando nuestro presidente Torra se muestra tan emocionado con la elaboración de la ratafía y dice de ella que (cito) «es país, es paisaje, es color, es luz, es la familia, es tradición» para añadir, acto seguido, que «la ratafía es un poco quienes somos, la hacemos para recordar de dónde venimos», coño, me preocupo. ¿No habrá pillado un pedo? Nunca he visto a un presidente del gobierno elogiar con tanta intensidad el orujo, emblema de la patria, botella en mano, aunque sí que he visto a varios diputados y forjadores de opinión dándole al gin-tonic como si se acabara el mundo.

Pero quien esto escribe, queridos lectores, es abstemio. Todavía no me he lanzado a abrazar el cuello de un caballo, pero todo se andará. Es posible que este defecto mío me impida percibir la sutileza de esta cultura etílica. Mientras tanto, ahí lo dejo, quizá convendría dejar la ratafía y el gin-tonic y dedicarse al agua del grifo. De entrada, convendría emplearla para una ducha bien fría y, una vez templados los ánimos, pasada la borrachera, pensar y recapacitar.

Dicho esto, me voy a lanzar al cuello del primer caballo que pase, que me están entrando ganas.