Los veo cerca de mi casa, a un par de calles de distancia. Me los encuentro cuando voy al supermercado, lo que no deja de tener ese punto de contraste que hace más dolosa la tragedia. Ayer hacían cola. Hoy, cuando escribo, también. Forman cola varíos días a la semana. Esperan con paciencia y resignación el reparto de comida, en silencio. Suelen mirarse los zapatos o desviar la mirada, aunque algunos, a fuerza de verse a menudo, intercambian saludos dichos en voz baja. Poco más, porque no tienen nada bueno que decirse. Si lo tuvieran, no estarían ahí, sino en cualquier otra parte. Llevan encima un carrito de la compra, capazos, bolsas de plástico, lo que tienen más a mano. También cargan con la angustia de no tener para comer y acudir a la caridad de una parroquia. Son personas como usted y como yo, de todas las edades. La mayoría acuden pulcras al reparto, como mejor pueden, quizá intentando preservar la poca dignidad que todavía no les han arrebatado. La gente que pasa a su lado frunce el ceño, porque toda esa gente estorba el paso. Somos así.

Somos así, en efecto. La cosa está muy mal y no parece que importe demasiado.

Estos días, Endesa ha hecho público un repaso del ejercicio 2023. Dejando a un lado las cifras de inversión y beneficios empresariales, leo que, en Catalunya, 144.000 familias a las que Endesa suministra la electricidad se han acogido al bono social. De éstas, 63.000 se encuentran en un estado de vulnerabilidad severa. Estamos hablando, como mínimo, de 270.000 personas en el Área Metropolitana de Barcelona que necesitan ayuda para poder tener un suministro eléctrico en su propia casa, 120.000 de las cuáles viven en un estado de pobreza severa. Prácticamente todas ellas viven de alquiler, y ya saben ustedes cómo van los alquileres por aquí. Uno se pregunta cómo se las apañan, pero hay quien no puede apañárselas y cae. Según la Fundació Arrels, 4.800 personas carecen de hogar en la ciudad de Barcelona; casi 1.500 tienen que dormir en la calle.

 Las cifras de Endesa relatan algo que nos negamos a escuchar. Pero el relato prosigue aquí y allá y caen más cifras. La mayoría, ay, caen en saco roto. Una de ellas es, por ejemplo, que uno de cada tres niños vive en una familia con riesgo de exclusión social. Es una cifra que llevamos arrastrando años y que se ha incrementado en los últimos tiempos. Sabemos que ese niño en riesgo de exclusión social no gozará de la igualdad de oportunidades con la que nos llenamos la boca. No hay meritocracia que valga en casos así y se verá condenado a heredar la miseria. Digan lo que digan, no tendrá acceso a las herramientas que garantizarían poder potenciar su talento para beneficio propio y de toda la sociedad. Esto es así y lo saben todos mis lectores.

Pero qué nos importa a nosotros todo eso. Nuestros dirigentes hablan mucho de diálogo constructivo, resiliencia, reformas estructurales, sinergias, sostenibilidad, hojas de ruta y helados de postre, pero todo este decir es un bla, bla, bla que nunca concreta nada. Quien pudo concretarlo no lo hizo. Si no me creen, y harían bien en dudar siempre de quien esto suscribe, observen ustedes mismos el mundo que les rodea y concluyan lo que crean oportuno. Fíjense: vienen elecciones y no tenemos presupuestos ni en Barcelona ni en Cataluña ni en España, pero ya verán cuántas promesas nos van a caer encima. Haré esto, haré lo otro, lo de más allá… Nada concreto, todo altisonante. Por supuesto, la amnistía será el tema estrella. El cobarde del maletero merece más atención que la gente que tuvo que sufrirlo en cualquier debate habido hasta hoy. A fin de cuentas, a la gente, que le den. Somos así. 

En ese supermercado que he dicho antes, una cajera estalló en voz alta ante los comentarios de un cliente. «¡Estoy hasta los cojones de la amnistía! ¡Con la de problemas que tenemos!». Y tenía razón, qué quieren que les diga, porque en la acera de enfrente podía verse a simple vista la cola de gente que esperaba turno para llevarse algo de comida a casa.