En las traducciones al uso, el vapor que lleva a Phileas Fogg de Nueva York a Queenstown es el Enriqueta. En la versión original era el Henrietta. En uno u otro caso, el vapor es fagocitado por las necesidades de combustible y desmontado cuaderna a cuaderna, tablón a tablón, para alimentar la caldera y poder culminar la asombrosa vuelta al mundo en ochenta días que nos relata Julio (o Jules) Verne. Lo que atraca en Queenstown apenas puede llamarse barco, porque está en los huesos.

Algo parecido ocurre con Barcelona, aunque existe una diferencia fundamental. El señor Fogg compra el vapor y premia a la tripulación; él gana la apuesta y los marineros, unos dinerillos. El señor Fogg tiene un plan que le reportará grandes beneficios, cruzar el Atlántico en el menor tiempo posible. Sin embargo, en Barcelona quemamos nuestras naves y da la impresión de que navegamos a la deriva, sin saber hacia dónde. En pocas palabras, la política municipal adquiere el aire de una arbitraria improvisación allá donde es más necesaria una planificación de medios, tiempos y objetivos. Dicho en plata, hace ya demasiados años que vamos dando palos de ciego.

Un último ejemplo ha sido la tala de árboles de la calle Tánger para instalar un carril bici. Según Parques y Jardines, se han talado 79 árboles "que no se podían recuperar", porque eran demasiado grandes y hermosos. Otros 13 árboles más podrán "recuperarse", es decir, transplantarse a otro sitio, porque todavía son una birria de árbol y pueden llevarse de aquí para allá. En su defensa, la nota de prensa añade como eximente que "todavía quedan 31 árboles intactos". ¡Menos mal! Qué alivio, ¿no? Afirman que, una vez acabadas las obras, ya pondrán nuevos arbolitos, pero a estas alturas del cuento uno ejerce de Santo Tomás y si no lo ve, no lo cree.

La cuestión es que el carril bici arboricida ya existía en una calle paralela, pero, ay, qué mala suerte, atravesaba la superilla del Poble Nou. Pues nada, se mueve una calle más arriba y así no pasan carriles bici por ese paraíso de paz y gloria y no haber sido sido árbol en la calle Tánger, mira tú, que la gente se queja por nada.

Aquí huelo a una mala planificación de manual. Quizá me equivoque, pero… Como son tantas las tropelías cometidas últimamente por las autoridades municipales, derribando edificios que deberían de haber estado protegidos, arrasando con pedazos de la historia de Barcelona, instaurando sistemas de recogida de basura puerta a puerta que parecen diabólicamente improvisados y un largo etcétera de cosas por el estilo, no me fío. De verdad, no me fío. Pero no me fío de nadie, que conste.

Porque quien se llena la boca metiendo el dedo en la llaga del actual gobierno municipal, si me permiten seguir con el símil de Santo Tomás, es precisamente quien pone más palos en la rueda de la planificación metropolitana que tanto añoramos. Hablo de los partidos que gobiernan la Generalitat de Cataluña ahora mismo, que mira que no han gobernado tiempo ni nada.

Gracias a ellos, no tenemos Ley Electoral. Eso impide que los votos de la conurbación de Barcelona valgan lo mismo que los del resto de Cataluña. Si hubieran valido lo mismo estos últimos cuarenta años, nunca habría habido procés y todo habría sido muy diferente. Por lo tanto, esa ley no se aprobará hasta que las vacas vuelen o abandonemos tanta tontería.

Además, cualquier acción coordinada de los municipios que forman la Gran Barcelona es vista con malos ojos por los miembros del actual Govern, y no es posible un plan metropolitano de transporte público, de vivienda, urbanismo, sanidad, cultura, medio ambiente o lo que ustedes prefieran que cuente con el apoyo municipal, autonómico, estatal y europeo. Lo de una autoridad metropolitana, ni lo sueñen. Así no se llegará a ninguna parte y ya está, no hay mucho más que decir.

Por eso, cuando don Ernest Maragall o la señora Artadi dicen esto o aquello, ojo, porque representan a partidos cuyo principal interés es acabar con aquello que hace grande Barcelona y aquello que podría hacerla mejor. Pero entonces pilla el micrófono el señor Badía o el señor Asens y, créanme, a uno se le cae el alma a los pies. Eso me recuerda que los hermanos Marx en el Oeste también quemaron un tren, pero ellos sí que sabían lo que estaban haciendo.