A finales del pasado año llegó a mis manos un estudio de una compañía multinacional de seguros que analizaba el comportamiento de los conductores. Me llamó la atención una estadística en concreto: los diez modelos con mayor porcentaje de infracciones graves. Eran, déjenme contar, cinco Mercedes, dos Audi, un BMW, un Jaguar y un Range Rover. El más barato de todos valía 44.000 euros sin equipar y el más caro pasaba con cierta alegría de los 100.000. En números redondos, un 15% de sus conductores habían sido pillados cometiendo infracciones graves o muy graves: conducir con exceso de velocidad, conducir borracho, saltarse un semáforo en rojo, saltarse un stop, adelantar imprudentemente o donde está prohibido hacerlo, circular en contradirección, etc. Además, uno de cada cinco de estos conductores había elevado partes a la compañía donde reconocía haber provocado algún desperfecto en un coche ajeno. ¡No está mal!

Como en todo, en eso también hay clases. Ninguno de los diez modelos con menos infracciones graves o muy graves superaba un precio de 20.000 euros. El grupo de conductores de cualquiera de estos modelos cometía, de media, entre tres o cuatro veces menos infracciones que los conductores mencionados antes. ¡Tampoco está mal la comparación! Quien tiene poco, va con cuidado, no vaya a perderlo.

En resumen, unos se creen con derecho a saltarse las normas de circulación porque ¿quién es nadie para decirles si pueden o no pueden correr? Ahí los ves, presumiendo de cuánto tira el buga, arrollando y abusando del carril izquierdo de la autopista, creyéndose por encima del bien y del mal porque tienen un cochazo que tú no tienes. Esa sensación de poder que da la tapicería de cuero, los motores de cientos de caballos y el poder permitírselo. ¡Quita de en medio, tortuga! ¿No ves que vengo yo? ¡Apártate!

Un amigo mío se indignó cuando le mencioné la estadística. Lo hice a propósito, lo admito, para chincharle. Tiene un Mercedes y asegura que ir a 120 km/h es muy peligroso (cito) «porque te duermes conduciendo». «Es mejor ir rápido. No pasa nada por ir a 140 o más», dice. «Todo el mundo lo hace.» Cuando le recuerdo que la fuerza de un choque aumenta con el cuadrado de la velocidad (es decir, que al doble de velocidad tienes cuatro veces más números de matarte), argumenta: «¡Menuda tontería! Y si el coche no se mueve, no hay accidentes, ¿no?» «Entonces, ¿para qué están las normas?», le pregunté, y le recordé el daño que hace un conductor con una copa de más. «Hay normas y normas», me soltó entonces. «Si yo voy a 140, no pasa nada.» Hasta que pasa.

El de mi amigo es un comportamiento muy frecuente, más frecuente de lo que nos pensamos, y no hablo ahora del tránsito. Detrás del auge de los populismos, nacionalismos y otros «ismos» poco recomendables, que forman un batiburrillo indistinguible, existe un grupo de personas bastante homogéneo que se cree «pueblo elegido» o «superior», váyanse a saber por qué peregrina razón, alimentada por unos líderes que también se creen esas zarandajas, que emplean el engaño con brutal cinismo o que son el producto de ambas cosas a un tiempo.

De ahí que esa gente, los líderes, el «pueblo», crean lícito saltarse las normas. Creen que pisan el acelerador de un potente Mercedes, pero ¿quién va al volante? El trompazo está servido, y se llevará por delante a muchos inocentes. Quedan avisados.

Pero, muchacho... Si llevas un Mercedes de gama alta, ¿por qué tienes tanta prisa? Ya has llegado adonde no llega casi nadie. ¡Disfrútalo! Pero tú, venga, a correr, a ver si te matas o matas a alguien. No hay quien te entienda.