Va el Departamento de la Presidencia de la Generalitat de Catalunya y publica el Decreto 163/2018, de 17 de julio, de venta directa de leche cruda de vaca, que echa por tierra el gran avance del anterior Decreto 297/1990, de 4 de diciembre, que regulaba la venta de leche certificada y cruda y prohibía la venta de leche cruda que no fuera destinada a la industria alimentaria. Traduzco, para que me entiendan: la brucelosis y la listeria se cepillarán entre tres y cinco catalanes al año, a partir de ahora, y se multiplicará significativamente el número de intoxicaciones alimentarias.

Malas lenguas dicen que el decreto se ha publicado porque existen indicios que señalan que los primeros consumidores de leche cruda serán todos de la CUP o de los Comunes, pero no doy crédito a tales rumores. Por dos razones. La primera, porque las teorías de la conspiración presuponen inteligencia, no por nada. La segunda, porque la solución más simple tiene muchos números de ser la más cierta. Ergo, tal decreto es un producto más de la estupidez que nos invade, no hay otra.

Por algo se prohibió la leche cruda, por algo se esteriliza o pasteuriza. En condiciones óptimas, que son las que no se dan nunca, el riesgo de una intoxicación se multiplica por ciento cincuenta (sic), y el de una intoxicación realmente grave, ni les cuento. Como dije hace unas semanas, entre el panfilismo y la cursilería están acabando con nuestra civilización. Tantos años de ciencia, ¿para qué? ¿Para dejar que muera gente por seguir una moda estúpida?

Otra, en la línea. Tres mil niños de Barcelona no han sido vacunados porque tienen padres gilipollas. No porque sufran de alguna inmunodeficiencia que les impida recibir una vacuna, sino porque sus padres creen en cosas raras y dicen que las vacunas las carga el diablo y provocan enfermedades y qué sé yo. Gilipollas. Tal cual lo pienso, tal cual lo digo. Por poner un ejemplo, hablemos del sarrampión. Cuando el sarrampión, gracias a las vacunas, casi desaparece de nuestras vidas, salieron los antivacunas y demostraron que calificarlos de peligro público es poco. Hoy mueren personas en Francia, Italia y media Europa por sarampión, y son muertes que podrían haberse evitado, perfectamente. ¡Cuánto daño están haciendo estas estúpidas supersticiones! La vacuna tendría que ser obligatoria. Y padre que no vacune, un multazo de los que dan miedo, o algo peor.

Dos personas relativamente próximas perdieron la vida por culpa de patrañas semejantes. Una, abandonó una quimioterapia por un tratamiento homeopático; se dio cuenta de su error demasiado tarde. Otra, abandonó los medicamentos que controlaban su depresión por un carísimo tratamiento de acupuntura; pocos meses después, se suicidó. Ninguno de los dos ejemplos es válido para sostener una tesis, porque el «a mí me funciona» o el «conocí a uno» no vale; valen los estudios científicos, con amplias muestras, doble ciego, sometidos a críticas y refutaciones constantes. Pero esas muertes ilustran, eso sí, los peligros de algo que parecía inofensivo. Porque las bolitas de azúcar de los homeópatas, las agujitas de los acupuntores, los rollos bioneuroemocionales y semejantes, esa cretina creencia que confunde lo natural con lo bueno y predica la maldad de las vacunas y la bondad de beber leche cruda, todo eso mata. Mata. O te jode bien jodido brucelosis mediante.

Que un tipo como el señor Pàmies afirme curar el ébola, la diabetes o el cáncer con sus plantitas e infusiones y todavía no se le haya caído el pelo… Eh, sí que se le ha caído, porque el señor Pàmies vende crecepelos naturales… y es calvo. Pero sigue libre y tan campante en su negocio criminal, y no lo entiendo. De verdad, no lo entiendo. Como él, muchos otros, demasiados. A mi juicio, tendrían que tomarse medidas contra las farmacias que venden homeopatía, por ejemplo.

Sí, pongamos fin a las patrañas y supersticiones que se permiten y toleran, fuente de lucro de pocos y causa del daño de muchos, y hagámoslo ya. Es urgente.