Leo en las páginas dedicadas a la política que se discute la creación de una mesa que discutirá sobre una mesa que definirá una mesa donde, he creído entender, hablarán de mesas, pero no se ponen de acuerdo ni sobre el número de sillas ni sobre cuántos vendrán a comer, y no me pregunten en qué mesa porque hace ya tiempo que me he perdido. También leo que se habla mucho del género, número y peinado de los nuevos ministros. En Barcelona, todos corren a los refugios porque se ha declarado la urgencia climática y nos va a caer encima la del pulpo. Están avisados: quien tenga dinero, que se compre un cochazo de cinco metros y no sé cuántos cientos de caballos para poder circular sin problemas por la Zona de Bajas Emisiones; quien no lo tenga, que se joda. Así que mejor me dedico a hablar de cosas de verdad serias e interesantes.

Desde hace algo más de diez años, acudo a mi librería de guardia con relativa regularidad. Está en la calle Aragó, cerca del paseo de Sant Joan; es La Caixa d’Eines. De verdad, ¡cuánto hacía falta una librería en el barrio! Cuando la abrieron, aplaudí con entusiasmo y acudí con prisas, para llevarme la grata sorpresa de un trato amable y un infalible acierto a la hora de recomendarme uno u otro libro. Gracias a los consejos de tan imprescindibles libreras he leído cosas maravillosas y me he aventurado en páginas que desconocía. Si no tienen el libro que busco, lo encargo y me avisan cuando les llega, porque ¿qué prisa hay? Además, La Caixa d’Eines tiene clubes de lectura para niños o adultos y otras actividades. 

No es la única librería que visito, pero es la que visito más a menudo y la considero "mi" librería. Como ésta, tantas otras adornan con libros las calles de Barcelona y alegran la vida del personal. Todas ellas, con mayor o menor intensidad, con más o menos acierto, cumplen una función que merece el apoyo de las autoridades y todos mis aplausos. Porque las pequeñas librerías independientes o de barrio, y también las grandes, forman parte de nuestro tejido cultural. Cumplen una función tan notable en la defensa y promoción de la cultura como la que se traen entre manos los museos o las salas de concierto. Quien dice librerías podría decir galerías de arte, escuelas de danza o centros cívicos de diverso pelaje. Las grandes infraestructuras culturales son importantísimas, nadie dice que no, pero ¿y las pequeñas? Las cotidianas, quiero decir. Las que sostienen el interés por las letras, las artes, la ciencia y el conocimiento del público, las que se ofrecen tanto para un roto como para un descosido y cubren las pequeñas necesidades de usted o de un servidor de usted.

Digo siempre que Barcelona será metropolitana o no será más que una capital de provincia con ínfulas. Pero también digo que la cultura será el abono de esa Barcelona soñada y utópica, que sólo puede surgir sobre el asiento de un tejido cultural rico y variado, próximo al ciudadano, abierto al mundo. Una ciudad viva, donde convivan diversas culturas y sus manifestaciones culturales y se mezclen entre sí sin miedo, con alegría. Y tan importante es que se publiquen libros en Barcelona como que se vendan y se lean también aquí, y para eso necesitamos librerías. Y quien dice libros dice, no sé, cualquier cosa en la que estén pensando: teatro, música, artes plásticas o qué sé yo.

Por eso me apena comprobar como las autoridades, en vez de dar alas al sector, optan por recortarlas y ejercer el dictado. No he visto que la cultura les importe demasiado, ésa es la verdad. En los últimos años, la tropa que hace ver que gobierna en la Generalitat confunde cultura con folklore, sección bailes populares y ratafía, y la que gobierna en el Ayuntamiento parece que sólo piensa en ser guay, al menos en voz alta. Podrían entre todos, digo yo, afianzar el tejido cultural que nos queda y hacer algo ya, ¿no? Porque ésas son cositas importantes, y no otras que se traen entre manos.