¡Quién lo diría! Ya estamos en julio. Ya aprietan los calores y Barcelona, en vez de apagarse como todos los veranos, despierta de un largo y forzoso letargo.

Después de tanta ausencia, pueden pasar dos cosas: que no haya cambiado nada o que haya cambiado todo de arriba abajo. Por lo general, sin embargo, no pasa ni una cosa ni la otra, sino un término medio.

Así, por ejemplo, Barcelona amanece con calles pintadas de amarillo y una calzada sembrada de andróminas, especialmente diseñadas para que tropiece Pilar Rahola con ellas, empresa que se coronó con pronto y razonable éxito. También han quitado carriles en algunas calles y cortan algunas otras los fines de semana. Todo eso es nuevo. Sin embargo, estamos como siempre: no existe un plan de movilidad urbana de largo alcance y enjundia para Barcelona, considerando la realidad geográfica, económica y social de la Barcelona metropolitana, no sólo la del municipio de Barcelona. Tampoco un plan a corto plazo, ya puestos. Ni está ni se espera, visto el percal. Entonces, tanto da que pinten las calles de amarillo o que las corten aquí o allá, porque, por mucho que tropiece Pilar Rahola, el problema de la movilidad seguirá pudriéndose encima de la mesa.

Otra: el turismo. Este inédito verano descubriremos una Barcelona extrañamente vacía de guiris. Las ruedas de las maletas y el aplauso de las chanclas, el perfume de crema solar y cerveza barata, las pieles color gamba hervida y ese inglés incomprensible serán pájaros raros de ver de aquí a septiembre. Uno paseará, si se atreve con estos calores, por el parque temático del paseo de Gràcia, el barrio gótico, el parque Güell o la Sagrada Família sin el agobio de esas aglomeraciones de guiris que semejaban los rebaños de ñus del Kilimanjaro. ¿Se ausentarán igualmente aquellos famosos carteristas de la línea 5 del metro?

La anécdota tiene un reverso oscuro. Cuántos puestos de trabajo y cuántos sueldos no dependen de esta invasión anual… Contratos-basura y sueldos miserables, también hay que decirlo. Cierto que el Ayuntamiento de Barcelona promete campañas para atraer a los turistas y que la Generalitat hace otro tanto, pero me temo que el reclamo no será suficiente. Son campañas para cubrirse las espaldas, para que nadie pueda decir que no han hecho nada. Quedan, por supuesto, eso no cambia, problemas estructurales por resolver, como el de los alojamientos turísticos, por poner un ejemplo, que tanto perjuicio han hecho a tantos vecinos de nuestra ciudad.

Aunque aquí o allá se descubren muestras de buena voluntad, no son pocas ni pequeñas las torpezas que cometen algunos responsables municipales o autonómicos, que no gustan de tocar con los pies en el suelo. De repente, sale una munícipe a decir que tendríamos que echar a los turistas de la ciudad y no falta un responsable autonómico llamando "ñordos" y "colonos" a los posibles turistas venidos del resto de España. Luego disimulamos, pero el mal ya está hecho.

Uno habría esperado que tras esta conmoción, y la que se nos va a echar encima, la política se centrase en lo importante y se alcanzasen grandes acuerdos. Hay mucho en juego. Las cifras económicas producen vértigo. La crisis industrial es de órdago. Lo de Nissan ha sido un aviso, pero la reacción es tardía, si no directamente nula. ¿Hace cuánto que no tenemos una política industrial con cara y ojos en Cataluña? Es más: ¿hace cuánto que no hacemos política en Cataluña? Política, digo. Los asuntos básicos de la cosa pública, como la sanidad, la educación, los servicios sociales y asistenciales, la ciencia o la cultura no han sido gestionados en los últimos diez años. Tal cual. Si alguien ha metido mano en estos asuntos, ha sido para acrecentar el caos, pillar una comisión o estropearlo todo un poco más.

Esto porque un nacionalpopulismo de extrema derecha de libro ha ocupado el lugar del discurso político. ¿Cuál ha sido la alternativa? Un discurso posmoprogre chupiguay y una derecha gilipollas, y perdonen ustedes, que no nos salvarán de ésta. ¡Estamos vendidos!

Abran los ojos. Barcelona, y por ende Cataluña, ya corre pendiente abajo en franca decadencia, y les advierto que, por lo general, no suelo ser tan optimista.