Acababan de nombrar a Josep Piqué ministro de Industria y Energía y anunció que su primer acto oficial sería en Barcelona. Creo recordar que era una entrega de premios o algo parecido. Ese detalle no importa. El recién ministro solicitó cuatro datos sobre el consumo de energía en Cataluña a la Generalitat. Con cinco diapositivas de PowerPoint tenía más que de sobras.

Recuerden que en aquel entonces CiU era no amiga, sino amiguísima del PP y que el señor Piqué era considerado «uno de los nuestros». Las cinco diapositivas se convirtieron en veinticinco, en cincuenta, en setenta y cinco… Por si fuera poco, le escribieron el discurso, que revisaron una, dos, hasta mil veces. Esto lo sé porque lo escribí yo, como yo preparé las diapositivas, bajo la estrechísima supervisión de un numeroso grupo de altos cargos que, a la vista de sus comentarios, no creo que supieran coordinar sujeto y predicado.

Llegó el gran día. Todos los de la oficina fuímos «invitados» al acto, para hacer bulto, porque temían que la sala estuviera vacía. Qué va. Estaba llena a rebosar. Así que nos quedamos sin silla, sin poder entrar, sin poder irnos a casa, de pie y aburridos en la antesala. Me asomé un momento porque el señor Piqué iba a leer «mi» discurso y nunca antes le había escrito nada a un ministro. El señor Piqué apartó con disimulo el centenar de folios de documentación que le habíamos preparado, saludó al personal y acto seguido y por sorpresa anunció la inminente privatización del sector eléctrico.

El revuelo que se organizó en la sala fue de aúpa, pero en la antesala nos pusimos como el Quico con la fideuá con la que habían pretendido obsequiar a los asistentes. ¡Qué rica! Mis famélicos compañeros de oficina y un servidor nos la zampamos toda. Toda. Mientras tanto, en la sala, nuestros jefes ponían cara de boniato porque el señor ministro ni quiso leer «su» discurso ni nadie les había anunciado la sorpresa del día. Cuando por fin pudieron abandonar la sala, se había terminado la fideuá. Qué risas.

Desde entonces, el sistema eléctrico necesita reformarse, por muchas razones. Una de ellas, el precio del kWh. Otra, el efecto invernadero y el cambio climático. Dicho esto, no olvidemos la complejidad técnica del sistema eléctrico, a la que añadir el establecimiento de primas, peajes, subastas y demás procesos que regulan su precio de mercado o su estructura empresarial. Sobre qué hacer y cómo no vale una opinión cualquiera, y lo digo porque he oído pontificar a muchos que han dado sobradas muestras de no tener ni idea de lo que estaban hablando.

Hace unos años, el Ayuntamiento de Barcelona se creyó capaz de superar todos estos problemas de un plumazo. En 2018 se puso en marcha Barcelona Energía, una empresa pública que comercializaría electricidad barata, limpia y ecológica, a decir de sus impulsores. A la cabeza del proyecto pusieron a Eloi Badia, que dijo que eso lo tenía por la mano. ¿Qué podía ir mal?

Pues todo. La empresa esperaba tener más de 20.000 clientes y apenas tiene 3.600. La empresa registra pérdidas, por supuesto, y la electricidad la compran a la red y no hay manera de saber si el kWh que sale del enchufe es nuclear, procede de una central térmica, de la incineradora del Besós o de un parque eólico. Además, el precio del kWh de la empresa pública municipal es más caro que el de la competencia. Barcelona Energía no es ni más barata ni más limpia ni más ecológica que cualquier otra comercializadora. En muchos aspectos, es incluso peor.

Lo que debe doler a nuestros munícipes es que el alcalde de Cádiz, que es de la cuerda de la señora Colau, creó una empresa público-privada en sociedad con Endesa, tiene beneficios y se cita como ejemplo en la prensa internacional. Además, ofrece uno de los precios de la electricidad más competitivos del mercado español. No es una empresa perfecta y no se libra de algunas polémicas, porque nunca faltan, pero que en Cádiz funcione el invento la mar de bien y en Barcelona la mar de mal tendría que mover a reflexión, ¿no creen?