La cruzada laica de Ada Colau y Janet Sanz contra la tenencia, uso y disfrute de automóviles evoca la canción infantil que dice: “El cochecito, leré / me dijo a noche, leré,/ que si quería, leré/montar en coche, leré. /Y yo le dije, leré/con gran salero, leré./no quiero coche, leré./que me mareo, leré.” La fobia de ambas damas contra los coches ha coincidido con otra mala semana de la alcaldesa. Por un lado, va, cambia de coche oficial contaminantemente prohibido y elige nuevo modelito de alta gama de ninguna de las marcas de proximidad que se fabrican en la Gran Barcelona. Y de un precio imposible para ninguna comunera, comunero o persona trabajadora que no viva de chupar dinero público.

Por otra parte, su amiga Janet Sanz no tiene mejor idea en época de alarma sanitaria, de crisis económica y de paro masivo que exigir que se detenga la fabricación de coches hasta ni se sabe cuándo. Su desvarío ha horrorizado a las empresas de automoción y a sus miles de empleados y familias. Luego, resulta que el coche de esta presunta izquierdista verde es de los más contaminantes y despilfarradores de combustible que circulan por el mundo. Un vehículo prohibido por las propias normas municipales, como el de su colega Eloi Badia, gran enterrador del agonizante prestigio de la ciudad.

El citado trío de la bencina retrotrae al populismo y la escasez del franquismo, cuando el sargento y maestro Carmelo Bernaola compuso la canción El cochecito, leré. Se estrenó la película El cochecito (1960), dirigida por Marco Ferreri con Pepe Isbert como protagonista. Y Ya tenemos coche (1958), dirigida por Julio Salvador y Umberto Spadori al frente de la cartelera. La de Pepe Isbert fue censurada y se cambió el final, ya que mataba a su familia porque le impedía comprarse un vehículo para minusválido. La de Spadori marcó un hito en los años de espera para hacerse con un sencillo utilitario. En ella, un probo padre de familia sólo pudo montar sobre cuatro ruedas cuando se lo permitió su suegra matriarcal, déspota y chantajista emocional, que le obligó a vender hasta su colección de sellos. Aquella madre política en la pantalla fue Rafaela Aparicio. ¿Qué política podría interpretar su papel en esta vacía y desconsolada Barcelona? ¿Tal vez la misma que aprovecha el estado de confusión general para presentar un plan comunero que deja menos calles, calzadas y espacios a los coches sin encomendarse a sus socios ni a su oposición? ¿O su favorita amiga y delfina? ¿O ambas y su servil sepulturero como asistente?

Ya dijo Eduardo Mendoza que Barcelona no cambia, que las que cambian son las personas. Es el caso de las que predicaban y prometían ir en metro, autobús y bicicleta, y sin embargo ahora van en coches oficiales. Las mismas que se enrabietan cuando se las identifica con el arquetipo machista que dice que a la hora de cambiar de coche, de casa y de pareja las que mandan son ellas, leré.