Pasear es uno de los mejores ejercicios posibles. Lo que resulta más difícil es pasear en Barcelona. El equipo de Gobierno dice que dentro de 10 años se habrá reordenado toda la ciudad y se podrán dar paseos sin graves inconvenientes. ¡Cuán largo me lo fiáis, amigo Sancho! Diez años es media eternidad, por lo menos. Y para muchos jubilados, más del resto de su vida. Así de duro.

Barcelona carece de espacios para el paseo. Es una ciudad diseñada para el coche, con pocos parques (y más bien pequeños) y escasas plazas, rodeadas de tráfico por todas partes. Véase el caso de Francec Macià (inaccesible) o Tetuán (de acceso más bien dificultoso) o Urquinaona (partida por una vía llena de autobuses y donde el peatón ni cabe) o la Catedral (ahora vacía pero antes entregada al turismo y a las motos). Además, el diseño de los movimientos está hecho siempre, absolutamente siempre, contra el peatón. Quien quiera un ejemplo palmario que intente cruzar Josep Tarradellas en línea recta por la calle de Berlín hacia París (o a la inversa) o siguiendo Entenza.

En el Ensanche ocurre otro tanto: el peatón nunca puede mantener la línea recta al caminar, tiene que realizar el trayecto más largo recorriendo los chaflanes al completo, para que los vehículos dispongan de mayor facilidad de movimiento, que tampoco la consiguen por el aparcamiento irregular.

Ahora mismo, en la Gran Vía, delante de las Arenas, se están haciendo unas obras, probablemente necesarias. Para ello, se ha vallado un buen trecho y se ha desviado a los peatones por los lugares más lejanos posibles: o dan la vuelta a toda la plaza o se van hasta la calle de Llançà. Jamás se les ofrece el trayecto más corto, siempre el más largo. Añádase que los recorridos peatonales son poco estimulantes porque se hacen en medio de ruido constante (tráfico y obras y en verano los aires acondicionados) y que hay una notable permisividad con la ocupación de aceras por parte de coches y motos. Especialmente frente a todos los talleres de motocicletas. Lo que va en detrimento del paseante y, sobre todo, de quien utiliza silla de ruedas o va a la compra con carrito o lleva un cochecito de bebé.

Bien está que el consistorio pueda prometer y prometa el paraíso a 10 años vista, pero mejor sería que adelantara algunas medidas para cualquier día de estos. Para ello bastaría hacer cumplir las ordenanzas: las aceras para los peatones; las máquinas, en la calzada. Por no hablar de hacer respetar la emisión de ruidos y de gases y los límites de velocidad.

Ahora mismo, con motivo de las restricciones de fin de semana, el consistorio ha adoptado una decisión saludable: eliminar el tráfico rodado de algunas calles y cederlas a los peatones para su uso y disfrute. Lo llaman “abrir las calles”. Que la población tiene necesidad de ese espacio a la medida del pie (es decir, del hombre y no de la máquina) lo demuestra el lleno que se produce en esas misma calles. La carretera de Sants (incluyendo el tramo llamado Creu Coberta), sábados y domingos ve como se llenan de gente las aceras y la calzada. Desde la plaza de España hasta Hospitalet. Una medida excelente empañada, una vez más, por algunos incívicos. Pocos, pero peligrosos. Entre las familias que pasean, los padres con cochecitos, los niños que disfrutan del sol de noviembre, circulan algunos en bicicleta o patinete eléctrico a unas velocidades absolutamente imprudentes, sin que haya nadie para ponerles freno. Algunos de esos individuos son repartidores que luchan contra el tiempo, sometidos a alta explotación por empresas que poco deben de visitar los inspectores de trabajo, pero otros son simplemente gente sin el más elemental sentido de la convivencia, convencidos de que el mundo es suyo y los demás estorban.

Siempre habrá gente así, pero las autoridades deberían saberlo, preverlo y prevenirlo. Sin esperar a que pasen otros diez años.