Desde muy pronto, durante mi infancia en mi pueblo natal de Tenerife, La Orotava, siempre he sido muy del Barça. Probablemente incluso funcionó como una especie de impulso primigenio para enamorarme de Barcelona y trasladarme a vivir aquí, como un catalán más, desde hace ya más de una década. Se lo debo a mi padre que fue quien me contagió de la pasión futbolística, especialmente por su gran referente, Johan Cruyff, y por unos colores que a un activista antifranquista como él le conquistaron fácilmente. Durante buena parte de aquella época, el Barça representaba para muchas personas un club propenso a la imagen de libertad y modernidad o, más bien, de desafío a la uniformidad. Quizás una leyenda muy marcada por el permanente antagonismo con su eterno rival, el Real Madrid, “el equipo del Régimen”, como se decía.

En cualquier caso, mi apego al FC Barcelona venía directamente de mi influencia paterna y, por tanto, del interés que me hacía despertar mi padre por unos atributos que él siempre me enseñó a apreciar. El Barça era para nosotros como una especie de epopeya de idearios asociados a la emancipación, el compañerismo, el trabajo desde abajo, la vanguardia o la disidencia. Quizás siempre fue esto precisamente lo que nos quiso decir la expresión “més que un club”, esa etiqueta que podemos encontrar en los reversos de las camisetas Nike y que tanto repiten presidente tras presidente, o que tanto decimos los culés para decir tantas cosas…

Recuerdo que, a parte de la grandilocuencia de su estructura, lo que más me sorprendió del Camp Nou las primeras veces que comencé a ir, fue su frialdad. Jocosamente pensé: “la gente viene a aquí como quien va al cine”. Me decepcionó, lo reconozco. Quizás la estructura influya, pero el ambiente general del Camp Nou es el de una gente que conversa y solo de vez en cuando protesta o canta algo durante, con mucha suerte, uno o dos minutos continuos. No sé si siempre fue así (lo dudo), pero hace tiempo que echo de menos ese jaleo fraternal, tenso, constante y festivo asociado a los campos de fútbol como evento popular. A decir verdad, podríamos descubrir que en general las gradas se han sosegado en todos los campos de Europa desde los años 90, pero el caso del Camp Nou me parece paradigmático.

Un profesor que tuve durante mis años de licenciatura, hablando de los modelos futbolísticos, me comentó una vez sabiamente: “hay equipos que son animados por su afición y equipos que animan a su afición”. El Barça, sin duda, se sitúa entre el grupo de referencia de los segundos. Y quizás el germen proceda de algo así como la idiosincrasia de la afición culé, pero, si nos fijamos bien, las gradas están repletas de cada vez más aficionados efímeros (buena parte turistas) y las peñas y grupos cada vez tienen menos presencia. Tal vez tenga buena parte de responsabilidad el cada vez más desorbitado precio de las entradas. El caso es que, los últimos años, década ya, el club de fútbol se ha vuelto cada vez más importante, entre los dos equipos con más aficionados en el mundo. Sin embargo, a la par, parece como si el emblema ‘Barça’ cada vez perdiera más identidad, sobre todo, en el último lustro.

Esa especie de ambiente menguante o, más bien, expectante que se identifica ya hoy fácilmente en las gradas del Camp Nou funciona como una buena metáfora del, bajo mi juicio, involutivo modelo de club que se está logrando asentar por ahora. De hecho me parece también un buen lienzo para reflejar el modelo social hegemónico de la ciudad. De la misma manera que las gradas pierden su ambiente comunitario por los precios cada vez menos accesibles, como consecuencia de la rentabilización de su imagen global, la vecindad de Barcelona está sufriendo un profundo proceso de presión inmobiliaria que está expulsando a las familias de sus barrios. Al mismo tiempo que se le pone publicidad a la camiseta y se relega UNICEF a las partes bajas de la espalda, se firma un acuerdo de patrocinio que promociona una dictadura fundamentalista como Catar, o se demuestran las practicas fiscales más vergonzantes de la historia del club, con el expresidente Rosell aún en prisión sin fianza y con varios procesos judiciales abiertos contra directivos, jugadores y la propia entidad. A la par que se sustituye la cantera por fichajes nefastos o, cuanto menos, carísimos, repletos de comisiones, se configura un vestuario de grandes nombres que acaban no sumando. De la misma manera que sustituimos el I+D por las obras megalómanas, también pagarnos un tridente ha costado bloquear la integración y vender buena parte de la cantera culé.

El Barça hoy es menys que un club. Se está reduciendo peligrosamente a una marca cuyo contenido se ha vaciado para dar cabida al todo vale con tal de convertirla en una máquina de mover capitales. Mucho de esto tiene también la nueva reforma del Camp Nou, en pleno les Corts, un barrio que adolece de espacios y equipamientos comunitarios públicos para su densidad residencial, con la proyección de 33.000 metros cuadrados de explanada y 10.000 para un hotel. Un enclave para el Barça donde la ciudad más bien desaparece.

Si la ciudad marca y el país que se lo lleva jugando todo desde hace décadas a la especulación y a las comisiones, nos demostró la peligrosidad socioeconómica que supone olvidarse de cohesionar una sociedad para priorizar la rentabilización financiera, el Barça está mostrando el mismo rumbo, transformándose en una burbuja sin cimientos. Hace tiempo que nos hace dudar de sus atributos epopéyicos y nos confirma que, por encima de proyectos significativos, bien planificados, puramente deportivos, se sitúan los intereses más frívolos, aquellos que tienen que ver con la tajada que se puede sacar de los sentimientos colectivos. Espero que no sea demasiado tarde, ni para el Barça, ni para nuestra ciudad o nuestro país o continente. Demasiado tarde para darnos cuenta que para recuperar la ilusión hace falta volver a ser algo más que mercancía.