Barcelona fue conocida un día como la “rosa de fuego”, la ciudad donde ardían deseos y esperanzas. Ya no. Cada vez se asemeja más a una rosa marchita que muestra en su decadencia que sólo tiene pasado. Y es cierto que Barcelona tiene un pasado que se acercó al esplendor. Tal vez no en la realidad, pero sí en la confianza en sí misma. Era una ciudad que se sabía con un futuro mejor y lo buscaba afanosamente. Y no en su arquitectura ni en sus calles ni en sus tramas. Eran sus gentes las que andaban con la mirada altiva de quien otea el porvenir esperando a que llegue porque allí podría estar la felicidad buscada. La persecución de los poderes públicos autonómicos, la ineficacia de esos mismos poderes están convirtiendo a Barcelona en una planta mustia. Una colectividad que sabe que el pasado no vuelve pero que teme al futuro por llegar. Una ciudad triste.

Hace unos días, en pleno desgobierno de la pandemia, las autoridades pidieron a la población que no salieran de la ciudad. Fue la consigna para que los ciudadanos salieran huyendo despavoridos, convencidos de que lo mejor que podían hacer era irse a cualquier otra parte. A Torra no le obedeció ni la Iglesia, acostumbrada a sonreír ante quien tiene la llave del dinero.

Un gobierno que pide algo a la ciudadanía y es tan manifiestamente desautorizado debería dimitir de inmediato. Por vergüenza. Éste no. Éste es el gobierno que se hartó de decir que había que desobedecer civilmente. Ahora se ha encontrado con su propia medicina: una verdadera desobediencia civil. A la de antes sólo se habían apuntado los tenedores de una nómina pública que sabían que no les iba nada en el envite. Cataluña se ha vuelto un país gris de funcionarios desanimados (no todos son malos servidores públicos pero el desánimo se contagia más que el virus), que sueñan con trabajar el 12 de octubre. Una ciudad sin dirección ni rumbo ni aspiraciones. Sin futuro.

Una ciudad asediada por el carlismo más rural y fanático: el de los Torra, los Junqueras, las Borràs, las Vilallonga, los Canadell y el carlismo tuerto de la CUP, empeñado en mirar sólo hacia la derecha. O quizás no se empeña, es que está su naturaleza hacerlo así.

Frente a ello, Barcelona desobedece por instituto de supervivencia. Cualquier cosa que le pida el actual gobierno de la Generalitat tiene que ser, necesariamente, un perjuicio para ella y sus ciudadanos. Hasta la alcaldesa, Ada Colau, se ha dado cuenta. Le ha costado, pero al fin empieza a percibir que si busca una política de progreso no va a encontrarla nunca en el reaccionarismo nacionalista.

Si la ciudad (que no es ni será nada sin su entorno metropolitano) aspira a algo tiene que ser a erigirse en capital del Mediterráneo, como proponía Josep Maria Castellet. Un Mediterráneo realmente plurinacional y plurilingüístico pero con voluntad de entendimiento y de vivir. Hay más deseo de futuro, más esperanza de vida (y de una vida mejor) en los desheredados que cruzan ese mar en patera que en los que siembran de cruces las playas, regodeándose en los símbolos de la muerte. Aquellos miran al frente. Éstos hacia atrás y con ira, porque atrás sólo está la nada. Por eso, cuando se abisman ante el vacío, tienen que recurrir a inventar un pasado que nunca existió, ayudándose de historiadores fantoches pagados por gobernantes fantasmagóricos.

Barcelona tiene que volver a ser rosa de fuego ardiente, que calienta y que ilumina. No la del fuego de los mozalbetes de los CDR, sino el de una izquierda que empezaba por estudiar esperanto porque quería superar cualquier barrera idiomática como paso para superar cualquier barrera entre humanos. A esas barreras, los nacionalistas las llaman fronteras y quieren muchas más de las que hay. En realidad son los mismos que un día gritaron “vivan las cadenas” y que hoy han reconvertido el grito en “vivan las barreras”.