Las iglesias cristianas han montado un negocio estable a base de vender el paraíso en el futuro a cambio del sufrimiento en el presente. Hay varias formas de asegurarse la felicidad postmortem: las limosnas, las donaciones, la compra de bulas o el sometimiento a los poderes establecidos. A lo largo de los siglos, la relación entre los poderosos del mundo y de la carne y los poderosos del espíritu ha sido fructífera para ambos. Los segundos han convencido a los explotados de que la obediencia y la sumisión formaban parte del camino hacia una vida eterna esplendorosa. A cambio, los eclesiásticos recibían prebendas, quedaban exentos de impuestos o podían inmatricular edificios a granel y vivir como obispos, a mayor gloria de Dios. Otras religiones prometen un paraíso con hasta 72 huríes perfectamente vírgenes, si se siguen al pie de la letra las directrices de los encargados de leer los libros de instrucciones para la vida (el Corán, pero también la Biblia) que unos señores dicen que les inspiró Dios y ellos interpretan. A estas alturas, qué Dios ya poco importa.

Como el sistema funciona, algunos políticos se han decidido a copiarlo. El independentismo lleva tiempo asegurando que el paraíso está en la independencia. Y a sus próceres les va casi tan bien como a los de la iglesia.

La última promesa de unos y de otros ha sido el futuro del aeropuerto de Barcelona. Va a ser la repanocha o más, si cabe. En materia ecológica, si ganan los inmovilistas; en servicios y vuelos, si vencen los desarrollistas. En cualquier caso, ambos tienen algo en común: la felicidad está en el futuro. Que el presente sea un desastre es un asunto menor para unos y para otros.

Los aeropuertos son lugares horribles. Las personas llegan allí como ciudadanos de pleno derecho y se convierten, apenas cruzar las puertas, en súbditos. Y no súbditos de grandes poderes sino de cualquiera que lleve un uniforme, aunque esté arrugado. Se le puede ordenar que haga cualquier cosa y ¡ay del que se resista!

No hace mucho un lector de estas páginas decidió volar a una ciudad europea. En este caso, con Vueling. Hora del vuelo, 10.50. Llegó a las ocho de la mañana para el embarque y había ya una cola considerable. Tan considerable que facturar la maleta le supuso 50 minutos de espera. Tuvo tiempo suficiente como para comprobar que había 15 mostradores de facturación. Dos de ellos estaban dedicados a los pasajeros preferentes; tres, a los que llegaban tarde y necesitaban facturar con urgencia. Los cinco estaban ocupados por empleados que, buena parte del tiempo, podían departir amigablemente porque nadie necesitaba esos servicios. De los otros 10 mostradores había exactamente dos en funcionamiento. En el resto: nadie. De modo que el lector supuso que su espera (el mal trato al que estaba siendo sometido) no tenía nada que ver con la capacidad del aeropuerto sino con una mala planificación. O buena, según el criterio que se utilice. Desde la perspectiva del usuario, un desastre; desde la de los beneficios de la empresa que presta el servicio (es una forma de hablar), un acierto total. ¿Sabe AENA que estas cosas pasan? ¿Puede hacer algo al respecto y tirar de las orejas, preferentemente con multas económicas, a la empresa que tiene la concesión?

El sufrido lector tuvo tiempo de acordarse de los 1.700 millones de euros previstos para las mejoras del aeropuerto de Barcelona. Y tuvo también tiempo suficiente para pensar que en el futuro, cuando igual ya se haya muerto, ese aeropuerto será una maravilla, pero en el presente es un valle de lágrimas.

Bien está que las iglesias sigan vendiendo parcelas en el cielo. Después de todo, comprarlas no es obligación de nadie. Pero en lo referente a los servicios públicos convendría empezar a hablar del presente y dejar el futuro para más adelante.