Dominados por la tecnología, lo empírico y lo útil, tendemos a mirar Barcelona de modo reduccionista. Son todo cifras, nombres, materia inerte aparentemente. Son todo relaciones en una ciudad líquida donde la realidad se dirime en términos de eficacia, demagogia, votos y estupidez humana. Frente a esto, en lo que estoy inmerso, quiero postular una Barcelona interior, que se mira con los ojos cerrados, que se siente solo con la piel del espíritu. Una Barcelona polifema, de un solo ojo, que se mira hacia dentro y que prescinde de la sola materia física.

Por la columna vertebral me atraviesan las grandes vías: Diagonal, Gran Via, Paral.lel, paseo de Gràcia y paseo de sant Joan. Son las vértebras de un gran esqueleto que canaliza un mundo de ideas que late con un corazón casi invisible: la ciudad romana, allá en la plaza de Sant Jaume, donde aletea el poder municipal y el autonómico, que ahora se desgaja de otro planeta, centro de la España radial, al que llaman Madrid, villa y corte.

Por esta espina dorsal se vertebra todo: las relaciones humanas, espirituales y económicas. La Pedrera bulle como un gran animal herido en medio de la manzana de oro, donde Gucci, Hermes, Santa Eulàlia, Carolina Herrera y demás vendedores de imágenes trafican con sus negocios. Cerca, muy cerca, el gran dragón con escamas ruge sangrando por la lanza de san Jordi en la Casa Batlló: muchas y muchos entran para sentir la experiencia del profeta Jonás: vivir por unos instantes en el vientre de la ballena; hasta ser escupidos a las playas de Nínive. 

El Arc de Triomf se asemeja al umbral que abre la ciudad a una naturaleza urbana y política: el parque de la Ciutadella, donde late el inerte Parlament de Catalunya, mientras el león ruge en el zoológico y los monos te observan como hombres sin alma preguntándote quién eres y remitiéndote a la antigüedad del homo sapiens. Mientras, el jardín botánico, el antiguo Museo de zoología y la abandonada estación del norte, junto al Born, quisieran revivir su gloria pasada pero el tren del tiempo no les ha perdonado: ya no hay botánica, ni esqueleto de la ballena colgando del techo, ni trenes que viajen al pasado: infraestructuras convertidas en parques temáticos.

La piel del suelo del paseo de Gràcia, con sus losas esmaltadas en verde por Gaudí y sus lámparas de boulevard francés, miran hacia el cielo y ven el capitalismo chino, saudí y ruso levantarse como sobras del mañana que buscan el paraíso perdido de un lujo aparente. Muchas lenguas se hablan en este gran boulevard, pero todo confluye en la tienda de Apple que astutamente posee Amancio Ortega, mientras sigue frotando su lámpara de Aladino. 

Nadie diría que estamos ante una emergencia climática porque el sol, la luna y las estrellas salen todos los días en el firmamento de esta Barcelona preciosa, cristalina, antigua y nueva. Es un culto al planeta tierra, al agua, al fuego y al aire que nos remite a los postulados de los presocráticos, Ferécides, Heráclito, Parménides y Empédocles. Nuestra falta de imaginación nos inclina de nuevo torpemente a lo cósmico, a adorar lo básico, no sea que Aladino, al frotar la lámpara, no salga nunca más y no tengamos el dinero para comprar nuestros sueños. Sólo el tiempo dirá, y lo dirá también en Barcelona.