Hace tiempo que reivindico las ventajas de quedarse quieto. Mientras por estas fechas no hay sancristo que permanezca en su sitio, a no ser por que no pueda permitirse pagar ni un viaje a pie a Santa Margarida i els Monjos, año tras año me ratifico en las enormes ventajas que la quietud aporta al cuerpo y al espíritu.

La sola observación de los aeropuertos y estaciones de trenes y buses, convertidos en embarcaderos de mercancías humanas, me saca sarpullido, en especial aquellos, donde la gran farsa de la seguridad obliga a los pasajeros, además de las consabidas demoras y cancelaciones, a aguantar todo tipo de vejaciones, no sea que nos colemos en un avión con una botella de agua mineral, amenaza terrorista donde las haya.

Y sin embargo, allá van y aquí vienen, millones y millones de esperanzados seres en busca de hacer realidad esa promesa de felicidad: en aquel lugar, nunca en este, hallarás la felicidad. Everywhere you go always take the weather with you, cantaban los ochentosos Crowded House. Da igual adónde vayas, tu cabeza irá contigo. Dicho de otro modo: por mucho que viajes, no podrás alejarte de tus asuntos mentales.

Contra el vicio de viajar afanosamente en busca del paraíso perdido, la virtud de permanecer en el lugar. Me encantó escuchar que el filósofo y ensayista Byung-Chul Han, en su primera y quién sabe si última visita a Barcelona, el año pasado, hacía también elogio del quedarse quieto. «No me gusta viajar», vino a decir, «porque todo lo necesario se encuentra donde ya estoy». Claro que para conseguir estar bien donde uno ya se encuentra es indispensable desbrozar la maleza psíquica, eliminar el ruido mental, como quien antes de pretender sembrar un prado está obligado a trabajar la tierra para conseguir que de ella brote después el fruto apetecido.

Mientras millones de soñadores apostaron y apuestan en estas fechas con la esperanza de que esos miles de euros de la lotería les permitan viajar, acaso hasta dar la vuelta al mundo, yo me pido quedarme quieto, seguir siendo capaz de sentarme en silencio y encontrar acaso —porque aparece cuando lo permite el acontecimiento— el mejor paisaje de todos, la vivencia de eso inefable que sólo es posible cuando se acalla el ruido, el de afuera y, sobre todo, el de adentro.

Feliz calma nueva.