En pleno corazón del barrio de la Prosperitat, en Nou Barris, se enclava su plaza más emblemática: Ángel Pestaña. Su diseño es más bien sobrio, con una fuente lateral, una explanada, unas gradas y algunos parterres y zonas de ajardinamiento. No tiene ninguna escultura de autor famoso, ni mobiliario posmoderno, ni tan siquiera una delimitación para parque infantil alguno. Su arquitecto, Enric Miralles, no centró su diseño en grandilocuentes formas, ni en monumentos centrales, ni tan siquiera en su vistosidad desde lejos. A cambio, la plaza está llena de actividad, rodeada de viviendas, comercios, panaderías, peluquerías y bares de barrio. El casal, una escuela y la asociación vecinal tienen sede en la plaza y las niñas y niños colonizan y hacen suyo todo el pavimento a su antojo. La plaza está llena de bullicio, conversaciones, juegos y anécdotas. El barrio se autorganiza para hacer del espacio público un lugar de relaciones y estas son las que marcan los usos que allí se dan.

En el otro extremo de la ciudad, donde Barcelona pasa a llamarse Hospitalet, en una zona a la que se le suele llamar Franca, hay otra plaza, en este caso, de relativa reciente construcción, con un nombre que evoca la proyección internacional de la capital catalana: Plaza de Europa. En el fondo, apenas la podemos llamar plaza. Se trata de una rotonda rara, con innovador diseño llamado a ejercer de centralidad en un pseudobarrio rodeado de hoteles, edificios residenciales de autor, centros comerciales y hasta la nueva Fira (donde en pocas semanas se celebrará otro año más el Mobile World Congress). Hablamos de un espacio que recibe más personas de los servicios públicos de mantenimiento que vecindad. Una explanada ajardinada que funciona como ornamiento de la Barcelona del siglo XXI y que interpela más bien poco a los residentes de alrededor.

URBANISMO FINISECULAR

En el urbanismo finisecular y, sobre todo, el que se convierte en el modelo de ciudad con el nuevo milenio parece haber existido una verdadera obsesión por la monumentalidad, la arquitectura de autor, la separación de espacios y, sobre todo, los diseños dirigidos a la generación de plusvalor mercantil a través de la ordenación urbana. Probablemente la Plaza de Europa sintetice de manera ejemplar este fenómeno en una ciudad que ha transitado en poco más de dos décadas, de referente industrial del sur de Europa a una marca internacional dependiente más de su fachada que de su contenido.

Si en la Barcelona preolímpica, los esfuerzos institucionales se centraron en la apertura de espacios para permitir la colonización de los usos vecinales, la Barcelona vanguardista se fue transformando más o menos sutilmente hacia su monumentalización, con vistas a atraer inversiones inmobiliarias cada vez a mayor escala. Hasta se llegaron a inventar eventos con ambiciosas aspiraciones de futuro que no sirvieron más que para emplear grandes cantidades de dinero público a reformar zonas urbanas que permitieron construir ostentosas infraestructuras, los pisos más caros de la ciudad, los hoteles más altos, puertos deportivos, pseudoplayas y hasta la segunda explanada más grande del mundo… ¿Se acuerdan del Fòrum de las Culturas? Yo tampoco.

En prácticamente niguno de estos nuevos espacios de excelsa arquitectura existe nada parecido a lo que sucede en la Plaza de Ángel Pestaña. Tampoco es habitual ya que los nuevos espacios sean bautizados, como en el caso de este enclave de la Prosperitat, con nombres de luchadores sindicales y anarquistas. Ni en la Plaza de Europa, ni en el Fòrum, ni en el Port Vell, ni en la avenida de la Icària, el Paseo Marítim, el Parc de Diagonal Mar o ni tan siquiera en la Plaza de Espanya, Catalunya o en la de los Països Catalans, es protagonista lo que sí lo es en las plazas esta Barcelona no tan nombrada: la gente. La ciudad de los prodigios ha ido dando paso a una ideología de sí misma sustentada por el ornamento y la grandilocuencia, mientras ha ido marginando y olvidando su mayor tesoro. Uno que quizás no genere rendimientos a corto plazo, pero que despliega el potencial de vanguardia y diversidad suficiente como para continuar siendo referente de lo que una vecindad puede lograr si es ella la protagonista.

Hace poco más de 50 años, un famoso sociólogo francés, Henri Lefebre, publicó un libro que ha marcado profundamente en la forma de pensar políticamente la ciudad. Recientemente se ha convertido en un habitual clásico de cabecera para los movimientos ciudadanos: El derecho a la ciudad. En él, planteaba una idea fundamental: la ciudad se transforma en urbano cuando se convierte en una obra colectiva, cuando sus residentes la hacen suya, la conforman y la transforman. El derecho a la ciudad es el derecho de sus habitantes urbanos a construir, crear, decidir sobre su propia ciudad y convertirla en un espacio de resistencia a su mercantilización. Quizás, durante algunos años, olvidamos hacer Barcelona y delegamos esa capacidad a instituciones seducidas por el plusvalor financiero de su marca. Cada día, cuanto mayor y más arreciante se convierte la ola de expulsión vecinal que hoy en día vivimos con el alza imparable en el precio de la vivienda, la privatización del espacio público y la precarización galopante de los trabajos, se hace más necesario recuperar lo que siempre debió ser nuestro: el derecho a hacer de la ciudad nuestro hogar.