Las diversas administraciones toman decisiones pensando en el bienestar de los ciudadanos. Seguro que sí. No es fácil de creer, pero con un poco de vino y mucha fe se convence uno. Por eso resulta difícil comprender que esas mismas administraciones (y son muchas las que caen sobre un ciudadano de a pie) anden a la greña sobre si en determinado territorio tiene que regir la primera fase o la segunda o el desfase. Sobre todo, al comprobar que da lo mismo lo que se anuncie si luego no se hace cumplir la norma, sea por falta de medios o porque da lo mismo. Cualquiera que haya salido a pasear por las calles de Barcelona (fase cero o, como se dice ahora, cero y medio) ha podido darse cuenta de que, a cualquier hora, en la calle hay de todo: niños, mayores, personal religioso y militares sin graduación.

Para ir al grano, supóngase a alguien que viva en el entorno de Sants y Les Corts. Un ciudadano bien defendido. Lo protegen el distrito, el ayuntamiento, el consejo comarcal, las entidades metropolitanas, la Diputación provincial, la Generalitat y el todopoderoso Estado, además de la Unión Europea. Hay también otros poderes como el sanitario, el judicial, el militar o el diocesano, cuyos límites no tienen porqué coincidir con ninguno de los demás. Pero también vigilan. Ese ciudadano sabe que todas esas fuerzas lo amparan y decide salir a dar un paseo convencido de que podrá hacerlo tranquilamente. Si alguien atentare contra él, limitando sus derechos, cayere sobre ese alguien el peso de la ley que aplican todas esas administraciones que tanto le quieren y cuidan.

El ciudadano se lanza a la calle dispuesto a gozar del sol de mayo. El Ayuntamiento de Barcelona ha anunciado que ha eliminado el tráfico de varias vías para permitir que él y otros como él puedan pasear sin toparse con presuntos contagiados, ni contagiar él mismo si fuera, sin saberlo, asintomático. Para evitar el paso de vehículos el consistorio (sea quien sea) ha puesto vallas que, eso sí, pueden ser (y son) sorteadas por las motos o removidas con harta facilidad. Algún desaprensivo lo ha hecho ya para pasar con el coche y no se ha molestado en reponerla en su lugar, de modo que nada  impide tráfico alguno. El anuncio municipal se ha quedado en una inútil declaración de buenas intenciones.

Convencido de que se trata sólo de mala suerte (eso sí, provocada por un incívico y mantenida por la nula previsión de vigilancia de todas las administraciones que lo defienden), el ciudadano apresura el paso y se dirige hacia alguno de los parquecillos en los que no habrá tráfico porque los coches no pueden entrar.

Lo hace.

Llega, es un suponer, a los jardines de la Maternidad. La Maternidad es un reducto amable con césped y árboles frondosos que ofrecen zonas de sombra. En los parterres la hierba se ve ligeramente crecida. Huele a primavera. Algunas familias (sólo puede salir el padre o la madre, pero nadie va a controlar esas minucias ni otras tampoco) pasean con críos que podrían jugar en la hierba si no fuera porque ha sido colonizada por decenas de perros sueltos que hacen lo propio de los perros sueltos. Algunos chuchos aprovechan para levantar la pata junto a unos cartelitos fantásticos (o fantasiosos) en los que se prohíbe pasearlos sin correa. Estos perros tienen correas: la llevan sus dueños en la mano o colgada en torno al cuello, ahora que no se estila la corbata. Pero no vaya a creer nadie que los canes gozan en paz. De pronto irrumpe un grupito de mozalbetes (más de 14 años) montados en bicicletas y patinetes y circulando a toda velocidad entre los perros, sus dueños y el resto del personal. No son deportistas: son gamberros consentidos a los que el ciudadano, de camino, ha visto hacer lo mismo en la cercana plaza del Sol de Baix. El mundo es suyo y no del que se lo trabaja.

El ciudadano vuelve a casa para comprobar que las administraciones que le protegen siguen discutiendo sobre qué normas aprobar, qué horarios son los mejores para que la gente salga sin problemas y cómo organizar el territorio. Todos quieren que se imponga su criterio. Nadie garantiza, sin embargo, que la norma vaya a ser luego respetada.

Esto del virus tiene una virtud: convence al ciudadano de que hace falta una reforma que simplifique y reduzca el número de administraciones que lo defienden con ahínco y, sobre todo, de que conviene que alguien vigile a los vigilantes de su bienestar, a ver si así se dedican a hacer cumplir las normas que van dictando.