Confieso que durante el pasado verano me enganché a Westworld, una serie producida por HBO que retrata un parque temático en forma de enorme escenario del Far West, cuyos anfitriones son robots capaces de emular la mente y la apariencia humana de la época. Durante su trama, se desvela cómo estos robots son capaces no solo de emular, sino de desarrollar mentes particulares a través de sus relaciones. Finalmente, de entre muchos dilemas que plantea la serie, uno de ellos es bastante claro: ¿qué harían los humanos si tuviesen la capacidad de fabricar mentes artificiales que funcionasen como funcionan las naturales (si es que la mente es algo natural)?

Lo cierto es que, teorías de la mente aparte, este dilema se resuelve en la serie, en primera instancia, tal y como también pensó John Hammond con su Parque Jurásico, mercantilizando el invento. Una tecnología capaz de producir mentes puesta al servicio de consumidores acaudalados, dispuestos a vivir experiencias que les permitan resignificarse en “otro mundo”, y de inversores ávidos de exprimir al máximo sus rendimientos. Por supuesto, la trama comienza con este axioma y sus consecuencias, como en la Isla Nublar, resultan fatales.

Smart City y Marca Barcelona

Como bien indica la sociología simétrica de filósofos como el francés Bruno Latour: la tecnología en sí, no es buena ni mala, pero tampoco neutra. Sin duda, sus objetivos, su producción y su práctica cotidiana transforma su sentido y oportunidades. La tecnología nuclear tiene múltiples utilidades, también la de amenazar, contaminar o matar. Y las tecnologías de la información, gran protagonista de los tiempos que corren, pueden contribuir a la alfabetización o el intercambio cultural, pero son objeto de deseo para el control social o a la explotación del trabajo.

Ya hace tiempo que lo escuchamos más bien de casualidad, pero hasta no hace mucho, en Barcelona se puso de moda un concepto, de esos que en inglés suenan más sofisticados: la smart city. Los años de promoción concienzuda de la Marca Barcelona acabaron adoptando un discurso tecnológico sin debate público que se promocionó desde múltiples administraciones, comenzando por el Ajuntament, la Generalitat hasta extraños entes mixtos, como la Fundación Barcelona Digital Technology. Sin duda, las nuevas tecnologías de la información alrededor de la digitalización brindaban jugosas oportunidades para la ciudad, particularmente pecuniarias. Los millones de habitantes de la Barcelona metropolitana son una fuente inmensa de información, desde sus hábitos en términos de movilidad, sus intercambios, gestiones burocráticas y hasta el ocio pueden ser susceptibles de ser digitalizados y gestionado por aplicaciones de todo tipo, especialmente las que buscan extraer rentas a partir de la gestión de datos.

La popularización de las tecnologías que permiten la sistematización de y el acceso a la información cotidiana es un fenómeno que recientemente ha experimentado un proceso de aceleración gracias a Internet y la nanotecnología. Brinda excelentes oportunidades a la eficiencia en la gestión de recursos y, sobre todo, a la socialización de la información. Sin embargo, inventos como Uber, Cabify,  AirB&B, Globo o Deliveroo demuestran que aprovechar estas oportunidades para extraer el mayor rendimiento posible de inversiones millonarias, inmediatamente genera la desestabilización y, sobre todo, la precarización inmediata de la calidad del trabajo, la vivienda y, por ende, de la vida en la ciudad. Como bien señala mi colega, el antropólogo perplejo, José Mansilla, las smat cities responden a un eufemismo que esconde sus objetivos mercantiles en proyectos de ciudad que se enmarcan bajo significantes flotantes como innovación, autosuficiencia, desarrollo, eficiencia, etc. Pero, tras esta apariencia híbrida cargada de orientaciones positivas entre lo humano y lo tecnológico, lo que encontramos es el dominio del espacio urbano por el capital, cada vez más global y deslocalizado. Hacer nuestra ciudad más inteligente no es convertirla en un espacio de inversión tecnológica, sino orientar la innovación hacia la extensión del derecho a habitar y prosperar.

Oportunidad para la democracia

Lo urbano es el espacio por antonomasia de la tecnología y el proceso de digitalización puede servir para su democratización y su sostenibilidad social. Sobre todo, si las administraciones públicas son capaces de tomar la iniciativa y, particularmente, el interés público ganarle la partida al mercantil. Una ciudad económicamente desarrollada es la que detiene los pies a Uber, AirB&B, Delivero, etc., protegiendo la dignidad laboral y el uso social de la vivienda, combatiendo la desigualdad. Y, al mismo tiempo, es capaz de desarrollar procesos de intercambio de información que agilizan trámites, procesos de participación política, de cooperación o mejoran la eficiencia energética, la gestión de recursos o dignifican el trabajo.

Como en Westworld, en ciudades como Barcelona, seguimos viviendo en el dilema que arrastramos desde la moda de la smart city: ¿qué podemos hacer con este invento? No olvidemos que el 15M, allá por el año 2011, comenzó como una protesta contra los sucesivos proyectos de ley para controlar la información en Internet, entre ellos, la famosa Ley Sinde. Ya entonces, la indignación empezó cuando se pretendió acotar los usos tecnológicos alrededor de su mercantilización, con capítulo aparte para los derechos de autor y, por encima de todo, sus rendimientos. Hoy la ciudad debe acabar de decidir si usa su potencial tecnológico para impulsar la cohesión social, la sostenibilidad urbana y la transparencia o si, sin embargo, se decanta por su atractivo financiero. Yo no me la jugaría, lo del parque de robots no acaba bien…