Un sabio dijo una vez que, en democracia, no votamos a los mejores para gobernar, sino que no votamos a los peores para que dejen de gobernar. Sí, claro, a todo el mundo le hace ilusión que los mejores estén de su lado, pero eso rara vez sucede. Los mejores suelen estar en cualquier otra parte y luego está la cuestión central de todo este asunto: ¿quiénes son los mejores?

¿Los míos? No. ¿Los tuyos? A poco que le demos vueltas al caso, quienes podrían decir quiénes son los mejores para gobernar son precisamente los mejores para gobernar, pero seguimos sin saber quiénes son. De ahí que cuando un sinvergüenza dice en voz alta: «¡Nosotros somos los mejores!», suele triunfar. ¡Cuánto nos gusta estar en ese «nosotros»…! Ese sentimiento de superioridad tribal, ese poder de pacotilla, esa distancia con «el otro» que tanto nos deleita. Nos gusta sentirnos «diferentes». Si ser diferente fuera ser menos que los demás, no reivindicaríamos nuestra singularidad.

Luego pasa lo que pasa. «Nosotros somos los mejores», dijeron, en plan Moisés con el Pueblo Elegido, y ¿tengo que recordarles lo que pasó con ese «Govern dels millors»? De esos polvos, estos lodos.

Olvídense de los mejores, en serio. En una democracia, cualquiera puede presentarse y cualquiera le puede votar. Por lo tanto, lo más normal del mundo es que gobierne un cualquiera, dicho sin ánimo de ofender. Es decir, un tipo que ni fu ni fa. Sí, es verdad, puede salir alguien bueno. Incluso, si me apuran, el más adecuado en el mejor momento. Ahora bien, también sucede al revés y podemos escoger personas nefastas en los peores momentos. Prueba de ello la tienen en la última década de la política catalana.

Suele darse más el segundo caso que el primero y las razones las explicó Maquiavelo cuando habló de la «virtú» de una sociedad y el buen y el mal gobierno, pero no es éste ni el momento ni el lugar para hablar de ello, aunque les diré que de «virtú» andamos flojos, así,  simple vista, si me permiten opinar. Lo digo porque aquí se hace gala de saltarse la ley porque yo lo valgo o se promueve no la solidaridad, sino la división, con notable éxito.

A ver, lectores míos, si existen leyes que hay que cumplir y se intentan separar los poderes del Estado no es por capricho, sino para controlar el daño que puede hacer que el censo electoral otorgue el gobierno a un memo, o una mema. Ésa es la base de una sociedad democrática, etcétera. Como vamos sobrados de ejemplos de memez, sírvanse ustedes mismos.

Vayan a votar, les digo, no para elegir al mejor, sino para que no salga el peor. Cierto, el voto responsable suele ser un «voto con la nariz tapada». El voto irresponsable es un colocón sentimental. A uno le prometen patrias llenas de flores de colorines, unicornios rosa y helados de postre y se deja arrastrar por la alucinación. Lo normal. Pero luego viene la resaca y la miseria, vayan con ojo y no digan que no avisamos.

En resumen, voten. Voten a quien les dé la gana, faltaría más.

Están en su derecho si deciden no votar, claro que sí. Que decidan mis conciudadanos por mí. Es fácil de decir cuando uno tiene asegurados sus derechos; en caso contrario, tiene peligro. Consideren el grado de peligro. Ahora bien, si deciden no votar, no se excusen con el cuento de la epidemia, que bien que van al supermercado o pillan un transporte público de vez en cuando. Si no votan, algo muy respetable, es porque no han querido hacerlo y no hay más que decir.

En el fondo, lo que queremos todos es vivir nuestra mediocre vida en paz y tranquilidad. ¡Ansiamos la mediocridad, la dorada mediocridad! Ya lo dijo Horacio, con un latinajo que dice:

Auream quisquis mediocritatem

diligit, tutus caret obsoleti

sordibus tecti, caret invidenda

sobrius aula.

Como el latín, desgraciadamente, se está perdiendo, les traduzco así:

Quien se contenta con su dorada mediocridad

no se inquieta ante la miseria de un techo que se desmorona

ni habita palacios fastuosos que provocan envidia.

Amén.