Tengo que confesarles una manía: no soporto la coletilla «de país». Si a usted le enerva que un fulano haga un gargajo antes de dictar cátedra, al más puro estilo Pujol, o le pone de los nervios el típico «eh...» en medio de una frase, a mi me enferma, qué quieren que les diga, la coletilla «de país».

La coletilla nació en Cataluña, con el pujolismo. Puede que existiera antes, no pretendo sentar cátedra. En aquel entonces, un montón de cargos públicos empezaron a hacer cosas «de país»: un plan «de país», una estrategia «de país», una estructura «de país»... También aparecieron sonadas cualidades «de país»: el orgullo «de país», el carácter «de país», el espíritu innovador «de país», etcétera, en la línea habitual del país, que disfruta tantísimo mirándose el ombligo.

El «de país» se extendió como la peste. Lo sé porque en aquella época escribía discursos para algunos de esos altos cargos y hacía lo posible para que no dijeran «de país», pero era inútil. Los merluzos que leían lo que yo les había escrito salían con un «de país» detrás de otro, sin amilanarse, con ese desprecio por la gramática tan característico de nuestros gobernantes.

El «de país» al que me refiero me chirría por la siguiente razón, que acto seguido les expongo. Cuando va uno y dice que tal cosa es «de país» lo que en verdad quiere decir es: a) que tal cosa es «del país», como el jamón; b) que es «nacional»; c) que es del país del público oyente; o d) que es, en verdad, «de puta madre», y perdonen la grosería. Pero el orador dicta «de país» a la posteridad porque da por sabido que «de país» es del país, nacional, nuestro y de puta madre, todo a la vez y lo que se ahorra en tinta.

La sublimación del «de país» se ha dado durante el superpujolismo del Gobierno de los Mejores y el posterior proceso, porque «de país» nació como una coletilla convergente. Salía el inefable señor Homs por televisión y, zas, «de país» por aquí, «de país» por allá, sin pausa. Salía el señor Mas y todo era «de país». La maldita coletilla dio el salto y apareció primero entre los demás procesistas, porque siempre están hablando del país y creen que todo lo que hacen y lo que son es «de país», i.e., de puta madre. Pero más pronto que tarde se sumó al «de país» el resto del personal. A poco que escuchen a nuestra alcaldesa, dejará ir un «de país» por menos que nada. Un socialista pedirá un acuerdo «de país». No se libran ni los populares ni los de Ciudadanos. Hasta uno de Cuenca, en el Congreso de los Diputados, fue y dijo que el Gobierno tenía que hacer no sé qué «de país». Ese día se me fue el alma a los pies y supe que mi derrota había sido completa. ¡Hasta un diputado de Cuenca...! En fin, del país es el jamón, pero los idiotas «de país» me superan en número, abrumadoramente.

Todavía dolido por tanto daño, surgió en la parla política el «relato», para joderme a base de bien. Escribo «relato» entre comillas porque tiene su miga, y verán por qué.

La cosa tiene sus antecedentes filosóficos y tiene que ver con la filosofía del lenguaje y otras zarandajas. No pretendo marearles, porque me caen ustedes bien, así que iré al grano. Por lo visto, no podemos concebir el mundo sin considerar una serie temporal; una causa precede a un efecto, una cosa va antes que otra, tal sigue a cual. Hasta lo más abstracto lo concebimos como una historia. Así, que dos y dos sean cuatro es, visto así, un pequeño relato. ¿Lo van pillando? Sale a escena una cosa que se llama narratividad y un tipo, Ricoeur, dijo algo como que el relato es nuestra manera de vivir el mundo y tal y cual. Vale.

¿Cuál es el problema? Que algunos filósofos sostienen que si cambias el relato, lo cambias todo. Además, señalan que el relato no es objetivo, no es una mera sucesión de hechos, sino un «relato» (ojo, comillas) que tú te montas para darte el gusto de ser el centro del mundo. Te montas o te lo montan, porque el «relato» es «socialmente construido» y no sigo, porque ya se ve por dónde van los tiros. De ahí a la política, un salto de nada.

Nació eso que los americanos llaman «Storytelling», que se traduce como «construcción del relato político», aunque una traducción más libre, pero semánticamente más certera, sería «qué bola les contamos ahora para que nos sigan votando». ¡Aquí quería ir yo a parar! Este es el «relato» que me pone de los nervios. Con impúdica desvergüenza, comienzan a verse políticos de toda clase y condición discutiendo en voz alta y delante del público del «relato», de a ver cómo te vendemos la moto para que la compres.

El «relato» entrecomillado no es un relato de hechos, sino un cuento que nos cuenta quien manda, pillando una cosa de aquí y otra de allá, para quedar bien delante del personal. Es un trabajo de guionistas. Se busca algo emocionante, fácil de tragar. Los datos objetivos, la reflexión, incluso el respeto por la discrepancia, no venden; en un «relato» hay buenos y malos, amores verdaderos y venganzas y sobre todo emoción, mucha emoción, de lágrima fácil, no sea que se nos aburra el público y cambie de canal o, lo que sería mucho peor, se pusiera a pensar por su cuenta. Porque, a decir de la moderna politología, el «relato» se impone sobre los hechos, sobre la razón, la lógica, la objetividad y lo que yo diga, si no me gusta lo que me están contando.

Lo gordo de este asunto, lo que realmente me enferma, es que nuestros líderes patrios discuten sobre el «relato» delante mismo de nuestras narices, mientras nosotros los jaleamos. He visto con éstos, mis ojos, a un tipo explicar que este «relato» ya no funciona y que tenemos que buscar otro «relato», para «ilusionar» a la gente, porque el «relato» que había hasta ahora ya ha dado todo de sí y mejor lo cambiamos. A continuación se inició un debate sobre lo que tenía que contener la nueva temporada del «relato», para que (cito textualmente) «el público se enganche al relato». Como los protagonistas son los que son y no dan más de sí, se opta por magnificar la figura del «malo», que es más atractiva. Siempre lo es. Piensen en Darth Vader, si son peliculeros, y compárenlo con la tonta de su hija. Si son de libros, apreciarán que Caperucita Roja, sin el Lobo, no es nadie. Así que en todo «relato» ha de haber un malo malísimo. Fijo. Luego vienen la trama y el argumento. Simple, simple, muy simple, y para ello se descartan los matices y se tamizan los hechos. Éste sí, éste no, éste lo contamos a medias... Se junta todo, se agita convenientemente y C’est voilà! ¡El «relato» está servido!

Hablaba de esto con un buen amigo mío y me dijo que estaba de «relatos» hasta los... los mismísimos, ya me entienden. «Que a la novela corta le llamen relato, vale», me dijo. «Que al cuento de toda la vida también le llamen relato...» Ya no me pareció tan convencido. «Pero que me cuenten cuentos, ya no», concluyó, un tanto mosca. «Yo no quiero que me construyan un relato», se explicaba. «Yo lo que quiero es que me suban el sueldo, que acorten las listas de espera en los hospitales y que no me jodan las pensiones.» Luego concluyó diciendo: «Si quiero un relato, ya me lo hago yo», y luego dijo eso de estar hasta los tales de que le fueran con tanto «relato». Claro que este amigo escribe y lee y sabe de relatos un huevo y parte del otro y cuando compara a Chéjov, Borges, Conrad o Doyle con esos memos del «relato» se pone de los nervios, como yo mismo. Y no es para menos.

Regresaba a casa después de esta conversación y en el calor del hogar cometí una imprudencia: encendí el televisor. Caí en una tertulia llena de «intelectuales». Hoy en día, el intelectual no es un habitual del Café Gijón ni un tipo que lee mucho, sino un fulano que sale en las tertulias, que sabe tanto de un roto como de un descosido sin tener ni idea de nada, un sujeto que, en caso de necesidad, grita tanto o más que el prójimo. De ahí las comillas. Pues, como decía, resulta que esos «intelectuales» estaban dando la murga con el «relato». Y entonces va uno y dice... Ay... Va y dice... ¡¡¡«relato de país»!!!

La madre que los parió, a todos. Paren esto, que me bajo.

P.S.: Un consejo de utilidad práctica. Cuando oigan a un político o a un «intelectual» hablar de «relato», cambien «relato» por «cuento», «trola» o directamente por «mentira». Entonces comparen y concluyan ustedes mismos. Es un ejercicio muy interesante. Si dice «de país», cambien de canal, no se lo piensen dos veces.