Grafiti es una palabra que viene de graffito (en plural, graffiti) y significa, en origen, una pintura mural, o algo pintado en una pared; una pintada. En la antigua Roma, los burdeles, las tabernas, la basílica y las paredes de las letrinas estaban llenas de grafitis. La considerable cantidad de grafitis conservados en Pompeya nos aproxima a la vida cotidiana de los antiguos ciudadanos romanos, que consideraban los grafitis no como actos vandálicos, sino como escritos de utilidad pública.

De ahí que la mayoría de grafitis se encuentren en esos lugares públicos que he dicho, y que los candidatos pidieran el voto para las próximas elecciones, las putas anunciaran su precio o las tabernas, el menú; tampoco faltan declaraciones de amor, quejas de cornudos o acusaciones de infidelidad. "¡Oh, muros! Habéis soportado tantos grafitis aburridos que me asombra que todavía no os hayáis derrumbado", dice uno, descubierto en la basílica.

Hoy, la función de los grafitis es muy otra. Dieron paso al llamado Street Art, que habría nacido en Nueva York, en la década de 1960. Esa manifestación artística maduró durante la década siguiente y en la década de 1980 dio un gran salto con la pintura en espray o aerosol aplicada a los vagones del metro y a grandes murales del Bronx, al tiempo que se relacionaba con la música punk y se apropiaba del lema de Marinetti: "¡Vamos a destruir los museos!". Nada nuevo bajo el sol, porque el Manifiesto Futurista es de 1909. El arte no está en los museos, decían los primeros artistas callejeros, sino en la calle, y la cultura debe ser pública y gratuita. Etcétera, que la historia no se acaba aquí, pero no me cabe.

Los grafitis formarán parte del arte contemporáneo, pero también suponen un problema de vandalismo. No es fácil distinguir, en ocasiones, una cosa de la otra. Suele diferenciarse entre Street Art y Guerrilla Art, por ejemplo. El segundo tiene una función de denuncia, reivindicativa, subversiva o antisistema, y en ocasiones… También se distingue entre este arte callejero y un simple grafiti, que, ahora sí, al no responder a una razón estética o artística, podría ser clasificado como vandalismo sin problemas. La firma o tagging de un grafitero, por ejemplo, puede ser una simple marcación territorial.

Desconozco cuál será el coste de limpiar los grafitis en una ciudad como Barcelona, pero debe de ser del orden de los millones de euros. Los grafitis en los ferrocarriles metropolitanos o de cercanías, sobre los bienes públicos o privados, incluso en lugares considerados de interés histórico o artístico son y han sido numerosos y en su mayoría, vandálicos. A todo ello hay que sumar la actividad procesista, que ha hecho del tagging con pintura amarilla una marca en los últimos años. Capítulo aparte merecería el rastro de grafitis que han dejado los cortes de la Meridiana o las algaradas en las que se queman contenedores, últimamente tan frecuentes. O los ataques con pintura a las sedes de partidos políticos, periódicos o establecimientos por causa de una opinión. Todos estos casos van algo más allá del vandalismo y pertenecen a una marcación territorial, a una aberrante manifestación de totalitarismo.

Entre las pintadas y los establecimientos cerrados por causa mayor hay días en que parece que uno no pasea por Barcelona, sino por Detroit. ¿No perciben cierto aire de abandono en algunos barrios?

Por eso menciono la Teoría de las ventanas rotas. Una pedrada rompe un cristal de un edificio. Si nadie arregla la ventana rota, en una o dos semanas seguro que más piedras romperán más ventanas.

La teoría dice, más exactamente: "Tan pronto como las barreras de la comunidad se relajen mediante acciones que señalen que a nadie le importa, puede presentarse vandalismo". Entonces, cuando aparece el vandalismo, importa incluso menos, porque parece que no tiene remedio, y se alimenta un círculo vicioso. Para romper el círculo vicioso, deben mantenerse los entornos urbanos en buenas condiciones. Eso hará disminuir el vandalismo y mejorará la calidad de vida de las personas y del entorno urbano. Es de primero de gestión municipal.

Algunas calles de Barcelona hace ya tiempo que han entrado en ese círculo vicioso de las ventanas rotas, en versión grafitis. Sobran los ejemplos. La polémica está servida en la zona rica de Barcelona porque los munícipes pintan las aceras de colorines. Pero en la zona pobre, donde los grafiteros pintan persianas, muros y lo que se les ponga por delante con otros colorines, ¿qué polémica hay? Ninguna, porque parece que no importe, y, si no importa, la degradación está servida.