Por lo que estamos viendo, y veremos, el lujo ya no es lo que era. Hasta hace cuatro telediarios, cuando nos referíamos a un evento lujoso, a un life style de alto copete, todos coincidíamos en pensar en algo minoritario, súper exclusivo, casi secreto. Pero en estos últimos meses estamos asistiendo a imágenes que no parecen formar parte del mundo que existía, que siempre había existido.

De un tiempo a esta parte, el lujo hace cola en pleno Paseo de Gràcia. La conocida como milla de oro catalana, está generando un fenómeno que nos choca y produce una cierta perplejidad. Vemos a muchos, muchísimos ciudadanos del mundo, congregándose y formando largas colas ante las puertas de las tiendas más de moda. Esperan turno para poder llegar a acceder al interior de cada establecimiento.

Hablamos de tiendas absolutamente divinas, asociadas a marcas tan top como Louis Vuitton, Chanel, Gucci o Versace, verdaderos templos fashion.

He observado como algunos responsables de seguridad de estos establecimientos reparten botellines de agua para que sus lujosos clientes tengan una experiencia de compra lo más placentera posible.

Las marcas de lujo no hacen rebajas, ya que la estrategia de márquetin de este tipo de comercios está estrechamente vinculada a la exclusividad. Louis Vuitton jamás ha colgado (ni colgará), en ninguno de sus magnéticos escaparates, uno de esos vulgares cartelitos que rezan “Sales”.

Por lo que parece, tanto los millennials como los que pertenecen a la Generación Z son, en estos momentos, los grupos de población más fervientemente optimistas acerca de la recuperación tras la pandemia. De hecho, más de la mitad de los consumidores circunscritos a estas dos generaciones, manifiestan su visión positiva sobre la economía, bastante por encima del 23% de los encuestados de generaciones como los X o los Boomers.

Y es que, poca broma, tanto millenials como zetas, van a representar hasta un 60% del mercado global del lujo personal en el año 2025, con un valor de mercado que se mueve entre los 235.000 y los 265.000 millones de euros.

Que quede bien claro: Gucci, Louis Vuitton, Céline, Dior, Miu Miu o Prada llevan en su ADN, escrito con letras de oro e incrustaciones de diamante, aquello de que el lujo no se rebaja. Tienen muy claro de que va eso del valor percibido.

En Hermès no hay demasiados productos, más bien pocos. Sensación de escasez, lo lujoso es escaso. El lujo no abunda. Mensaje a navegantes (con Visa Platino). Una toalla de playa cuesta 350 euros. Un minimalista top de mujer, 850 euros, y un jersey de lana, por ejemplo, 1.300 euros.

Y es que Barcelona sigue generando una enorme fascinación en las gentes de mundo con posibles. Pero a su vez, según los expertos en el luxury, no podemos dormirnos en los laureles, porque nuestra ciudad está compitiendo con ciudades de primera división como Londres, New York y Dubái.

Una pareja, concentrada en su pantalla, consulta en la web de Gucci, a través del móvil. Los dos se han enamorado de un bolsito diminuto rosa chicle: 2.650 euros. Lo acaban de ver y de elegir en modo digital y ahora lo adquirirán en la tienda, a pie de calle.

La capital catalana dispone de una zona del puerto destinada única y exclusivamente (nunca mejor dicho) a yates y superyates. Es la Marina del Port Vell, en la Barceloneta. 151 amarres y uno de los muelles más largos del mundo, en el que atracan superyates de 190 metros de eslora. Barcos amarrados propiedad de miembros de la realeza, altos directivos de las grandes empresas globales y celebrities.

Jubilados y prejubilados de luxe, californianos o neoyorquinos, alargan sus eternas vacaciones con la excusa de aprovechar la paridad del euro con el dólar. Estadounidenses, alemanes, franceses, italianos y británicos. Se trata de una clientela altamente exigente, que sabe lo que quiere, pero también muy agradecida. Dejan propinas sonoras y regalan sonrisas odontológicamente blanqueadas, impecables.