Uno de los booms más obvios y sin embargo menos representado en los medios en los últimos años en Barcelona es el de los chatarreros. Los habéis visto sobre todo por el Poblenou, pero cada vez hay más personas -en general inmigrantes en lo más bajo de la escala sociolaboral y expulsados del mercado formal de trabajo- empujando carritos llenos de metal por toda la ciudad, de un lado para otro, como sin rumbo.

En verdad sí lo tienen, y de la pregunta de cuál es y cuánta pasta les genera surgió este reportaje en el diario Ara (alerta: autobombo). Lo que más me llamó la atención fue la aparente felicidad en una sonrisa más ancha que la tuya de Andrei Florin, un rumano que trabaja doce horas al día desparramadas entre el amanecer y la madrugada (con muy buenas pausas, eso sí) y que se ganaba unos 500 euros al mes (sin contrato, seguro médico o vacaciones, claro, aunque él al menos tenía papeles), aunque luego sumando cosillas que encontraba y que iba vendiendo la cosa se le quedaba un poco más apañada.

Él tenía suerte y una familia le dejaba vivir de gratis en una habitación por el barrio de la Sagrada Familia. No todos tenían su buen humor ni su suerte. Muchos salían enfurruñados del almacén de compra de chatarra sin ningunas ganas de hablar con la prensa. Lógico: muchos inmigrantes llegaron a Europa esperando una vida mejor y se ven de sol a sol cargando metales para ganar un dinero escaso e incierto, insuficiente para pagar una vivienda o una habitación.

Luego encontré a Raimon, un catalán originario del mundo rural, de un pueblo cerca de Montserrat, que se había echado a perder en su salto a la -relativamente- gran ciudad. Me contaba que era drogadicto y “un desastre” para los trabajos y las relaciones sociales, así que vivía en la calle a pesar de sus 34 años, su aparente buena forma física, su brutal capacidad de expresarse y sus conocimientos en carpintería y agricultura. Aunque bueno, de alguna manera se le veía con cierta paz interior por poder ir a su bola y conseguir pagarse sus drogas. También hay gente que no tiene papeles aunque esté trabajando diez horas al día buscando metales. 

Cada metal tiene un precio diferente, y cada chatarrero se busca sus artimañas para conseguir desde el baratísimo aluminio (80 céntimos el kilo) o la chatarra mezclada (15 céntimos) hasta el preciado cobre, que se llega a pagar a 5 euros el kilo (ríete tú del aguacate) en los almacenes que luego lo venden a fundidores que compran el precio del metal al precio que rige la Bolsa de Londres.

Andrei y Raimon, además de en el acento, en la edad y en el tamaño de su sonrisa, se distinguen como chatarreros por la disparidad de sus técnicas. El gran truco de Andrei, fino comercial de vanguardia, es el de dejar su tarjeta de contacto (yo soy periodista y no he tenido nunca una) a la gente que va conociendo para que le llamen cuando les sobre metal. Raimon, con un estilo más de ratoncillo callejeron y con más dificultades para mantener un mismo móvil si es que lo tiene, se hace colega de los jefes de obra para que le dejen el metal apartado y le permitan llevárselo.

Durante varios días, algunos de los cuales cayeron nevadas, fríos y aguas que jamás vimos en Barcelona (ya es mala pata) me vi persiguiendo a hombres que a su vez persiguen al metal con sus carritos y vi ciertos paralelismos entre nuestros trabajos. Si tenemos en cuenta que las libretas y bolígrafos no son tan aparatosas como los carritos y microondas, ¿podríamos vivir un boom del periodismo freelance y que centenares de las personas que vemos por las calles son periodistas freelance persiguiendo historias para llenar su carrito imaginario? Si es por la cantidad de periodistas que se van quedando sin trabajo (y más ahora que vuelve a haber un boom de EREs y despidos) o que nunca lo han tenido, sí, podría ser.

Pero tengo algunos motivos para pensar que no es así. Para empezar, aunque hay tantas historias como metales en la calle, los medios de comunicación no los compran con tanta facilidad como los almacenes el aluminio, el cobre o el acero inoxidable. A veces llegas con un historión que crees que es cobre puro y ni siquiera te responden al correo. Así minan a veces las ganas de salir a la calle del periodista, que por otra parte también se va volviendo comodón y a veces le cuesta menos encontrar oro en internet que aluminio en la calle. Pillas algo muy viral en internet, que no ha publicado ningún medio, una buena guerra en Twitter por ejemplo, y se venderá mejor, que aquí la Bolsa de valores no marca los precios de la colaboración, no sé yo si por suerte o por desgracia. Los chatarreros aún no han encontrado fórmula de descargarse acero inoxidable en Torrents para después venderlo, como mucho destripar un ordenador estropeado para venderlo por partes, que le sacan más.

Aunque a veces vendas historias que son un plomo a precio de cobre y otras no consigas que te paguen ni como hierro reportajes que podrían ser oro, sí que hay ciertos paralelismos entre el chatarrero y el periodista freelance, seguramente extensibles a muchos otros sectores. El primero de todos es la tremenda dificultad, cuando no imposibilidad, de pagar un alquiler incluso de una habitación, aunque haya ciertas diferencias y todavía no haya encontrado ciertamente a ningún reportero que durante el día venda historias y por la noche se vaya a dormir a una chabola.

Luego está esa diferencia de estilos entre el machaca que pasa horas persiguiendo historias dando la lata como quien busca latón y el periodista que se mueve muy bien detrás del teléfono, que sería el equivalente a Florin, y siempre tiene un Whatsapp del director deportivo del Barça o de alguien del Parlament o de los juzgados que le pasa la historia antes que al resto. Luego estaría el Raimon del periodismo que sería el típico fotógrafo que se mete en los lugares más complicados o ese periodista al que echan de todos los países porque se mete donde no le llaman. Rara vez conseguirá un contrato porque es igual de incordio con los jefes.

Pero hay en algo que me parece más justo, dentro de su mayor y endémica injusticia, el sector de la chatarrería que en el del periodismo: me cuesta imaginarme a un chatarrero mediocre llevar un par de kilos de acero a un almacén y que, por ser amigo de la persona adecuada o bailarle el agua a los jefes, lo pongan de directivo enseguida y se pase el resto de su carrera alardeando de ser un experto del metal sin haber olido cobre en su vida.