El pasado 15 de octubre se publicó un manifiesto que se titulaba «La paz de las mujeres». Les animo a leerlo. Fíjense en lo que piden y luego reflexionen. No les será difícil dar con él. Si están leyendo esta columna, como éste es un medio electrónico, podrán acceder al manifiesto siguiendo este enlace.

Si no, siempre nos quedará Google.

El manifiesto pide, en pocas palabras, combatir el proxenetismo y la trata de mujeres y niños, penalizar la compra de servicios sexuales y la despenalización completa de las mujeres prostituidas, además de programas de ayuda para que puedan reconstruir sus vidas y dejar atrás el abuso al que se ven sometidas. Clama al cielo que, en los tiempos que corren, la prostitución siga siendo el lucrativo negocio de unas mafias y un pasatiempo tolerado en muchos, siempre demasiados, círculos.

La prostitución, dígase claramente, no es algo que se escoja libremente. Viene impuesta por personas o circunstancias atroces. La miseria y la violencia convierten el cuerpo de millones de mujeres en una mercancia que se puede comprar y vender, con la que se puede comerciar, y desaparece la persona que contiene a ojos del mundo. Ese cuerpo prostituido es una mercancía, una cosa, y no sé si alcanzan a comprender la brutalidad que esconde esta afirmación, esta «cosificación».

Me cuesta encontrar un negocio más reprobable que éste. Me irrito al pensar en aquéllos que convierten a una persona en simple mercancía, en una «cosa» prescindible. Pero un negocio requiere oferta y demanda. Si por un lado están las mafias de las prostitución, por el otro están los señores clientes, que alimentan este abuso y son causa de tanto daño, dolor y sufrimiento. Sí, ellos.

Siempre, en estos casos, uno acaba hablando de ética, de moral y de otras zarandajas por el estilo, y digo zarandajas porque ya imaginan ustedes por dónde van los tiros. Pronto surge quien dice que usted es muy libre de escoger prostituirse o no y se llena la boca de «libertad» y otras grandes palabras. Como cada caso es un universo mundo, tendremos que aceptar como hipótesis (repito, como hipótesis) que una persona quiera ganarse la vida prostituyéndose, llevando a término una decisión que ha sido tomada sin coacción alguna; pero acto seguido y sin dilación tendremos que acudir a los hechos.

Los hechos... En la ética, como en todo, rara vez algo es blanco o negro, un sí o un no, y, además, llevado a un extremo, cualquier sistema ético es incoherente, incompleto o ambas cosas a un tiempo. Nos movemos en zonas grises y pantanosas, llenas de matices. Podemos irnos por las ramas con suma facilidad y sostener una opinión cualquiera con mera palabrería. Pero si queremos centrarnos en el asunto y llegar a alguna conclusión, tendremos que dejar esa opinión a un lado y enfrentarnos con los hechos tal y como son. Todo lo demás está bien, pero la realidad es lo que cuenta.

En este caso, la hipótesis de partida, esa supuesta libertad de elección, no se sostiene ante la evidencia. La miseria y la desesperación que empuja a las mujeres hacia la prostitución son coacción más que suficiente, a la que sumar una violencia sistemática y general contra las prostitutas que ejercen los que mercadean con ellas, quienes las ofrecen y quienes las toman.

A la vista de los hechos, defender que un proxeneta es un «empresario», los puteros, «consumidores» y las prostitutas «trabajadoras» es una aberración intelectual. Comparar el trabajo de un oficinista, un artesano o un campesino con el «trabajo» de una prostituta es un ejercicio del peor cinismo. Justificar el mercadeo de un cuerpo que tanto puede servir para follar como para engendrar un hijo en vientre ajeno es, permítanme resumirlo así, algo propio de una mala persona. Oh, sí, puedo repetirlo cuantas veces quieran: de una mala persona.

Hay quien dice que deben respetarse todas las ideas. ¡Y una mierda! Hay ideas que no merecen ningún respeto, y ésa es una de ellas. Defender la libertad implica, diría que exige, acabar con algunas ideas. Será una paradoja, será mi opinión y quizá no la compartan, pero comienzo a estar hasta las narices de tanto panfilismo y tanta cursilería y creo que tolerar que sigan floreciendo según qué ideas entre nosotros es peligrosísimo. Por ejemplo, que un cuerpo pueda ser, no se sabe por qué, una «cosa».

No diré más. Lean el manifiesto, pásenlo. Merece que piensen en lo que dice.