Cuando estudiaba ingeniería, pasaba cada día por delante de un concesionario de Ferrari. Se me iban los ojos. Soñaba con un Ferrari 328 GTB y si acabé la carrera fue, en parte, porque creía entonces que con el título en el bolsillo lo tendría más cerca. Pasados los años, me compré con mis propios ahorros y desvelos un Fiat Punto y fui la persona más feliz del mundo mundial. Sigo soñando con el Ferrari, claro que sí, pero ahora sé que pilotar uno algún día está dentro de lo posible, pero también de lo muy poco probable.

La vida te enseña muy deprisa que entre el sueño y la realidad media un abismo. Está bien soñar, pero creer que, si trabajas y trabajas duro, eres honrado, te esfuerzas mucho, mucho, y deseas muy, muy fuerte algo, ese algo ocurrirá es una memez. En la sociedad que nos ha tocado en suerte, cuenta más quién es papá y cuántos dineros tiene. Por eso algunos defendemos la educación pública, gratuita y universal, la sanidad pública, los sistemas de seguridad social, etc., que conforman eso que se ha dado a llamar el Estado del Bienestar. Sólo bajo este paraguas del Estado pueden florecer grandes talentos donde el abono de las rentas de papá es insuficiente. Sin ese paraguas, la sociedad desperdicia futuras oportunidades y beneficios y enquista la mala suerte del pobre.

Sin embargo, es otro el modelo propuesto por el aparato. Con mis trabajos me compré un Fiat; con sus apellidos y poniendo la mano, Jordi Pujol Ferrusola se compró no sé cuántos Ferrari, Lamborghini, Porsche, Jaguar y compañía. Yo trabajé en un ente público; él se trabajó a no sé cuántos entes públicos, incluyendo el mío, y entre él, su papá, su mamá y sus hermanitos nos levantaron a todos no menos de 290 millones de euros, según las últimas estimaciones de la UDEF. Quien dice 290 millones, dice algunos más, que seguro que alguno se les habrá escapado. Los de la bruja Adelina, por ejemplo.

Sé que es de mala educación, pero sigamos hablando de mí. Con mucha vocación y esfuerzo, me saqué la carrera de Humanidades con notas más que brillantes, y no es por presumir. Aprendí mucho, disfruté mucho más, hice muy buenos amigos y descubrí que el método y el rigor son garantía de una historia, una filosofía o una crítica artística o literaria bien hecha. Un ingeniero metido a humanista, ya ven, y cómo me divertí.

Pues el otro día leí que el señor don Joan Canadell no comparte esta visión de las humanidades. Preparando este artículo he descubierto que estudió conmigo en la Escuela de Ingenieros, pero no he sido capaz de recordarlo. ¿Soñaba también con un Ferrari, como yo? Hoy es el presidente de la Camara Oficial de Comercio, Industria y Navegacion de Barcelona, ha llegado más lejos, pero también ha hecho más veces el ridículo que yo, que ya es decir. Por ejemplo, se sacaba fotos en su coche con la careta de cartón de Puigdemont en el asiento del copiloto, «para despistar a la Guardia Civil», decía. Y más cosas.

Resulta que el señor Canadell en vez de amar la historia, vive para retorcerla. A través de Petrolis Independents, su empresa, financia al Institut Nova Història (INH), la que sostiene que los alienígenas ancestrales eran, por supuesto, catalanes. Los dineros invertidos le dieron el derecho, en Montblanc, en agosto de 2017, en la 4.ª Universitat Nova Història, a dar una conferencia (https://www.inh.cat/articles/4a-Universitat-Nova-Historia-nous-avencos-en-el-redescobriment-de-la-nostra-historia). Y ahí, delante de todo el mundo, dijo que Enrique VIII, ése que se casó seis veces, no hubiera llegado a ninguna parte sin ayuda de los catalanes y que la derrota de la Armada Invencible fue también obra de catalanes. Así, con dos cojones, y perdonen ustedes la expresión.

«Hace unos cinco años que pago cada mes 200 € a Jordi Bilbeny mediante el INH», afirma en las redes sociales, «y lo hago con mucho orgullo».

Leí esto y pillé un cabreo monumental, lo digo en serio. Cuántos investigadores en disciplinas como la historia, el arte o cualquiera de las ciencias desearían ser financiados con tanta generosidad y están a dos velas. Cuántos sinvergüenzas viven la mar de bien por hacernos tanto daño, a todos.