El primer automóvil en superar los 100 km/h fue La Jamais Contente. Sucedió en las afueras de París; unos dicen que el 29 de abril y otros señalan el 1 de mayo de 1899. Batió la marca y la dejó en 105,882 km/h, metro más, metro menos. La Jamais Contente tenía tres notables peculiaridades: su carrocería de aleación tenía forma de supositorio (pretendía ser aerodinámica), tenía neumáticos de caucho en sus cuatro ruedas y era de propulsión eléctrica. Sin embargo, tanto entonces como ahora la cantidad de energía contenida en un kg de gasolina es mucho mayor que la contenida en un kg de batería eléctrica, y ése es el principal problema del vehículo eléctrico, del que se derivan otros.

A principios de este noviembre se celebró la novena feria del vehículo eléctrico, Expoelectric, a la sombra del Arc del Triomf. Expoelectric, sin tilde, que así lo escriben sus organizadores, a saber por qué. A falta de tilde, sobraban organizadores y participantes, que llenaban de escudos y logotipos toda la contracubierta del folleto, de arriba abajo. Recuerdo esta feria hace algunos años, cuando se exponía apenas un automóvil y un patinete y para de contar. En la última se habían presentado las principales marcas de automóviles y se exhibían unos cochazos de padre y señor mío, dos toneladas de chatarra con propulsores totalmente eléctricos o híbridos enchufables, que tanto te consiguen un cargo como un trabajito, gracias a sus muchos contactos. Al alcance de muy pocos, claro está.

Ahora en serio, el auge del vehículo eléctrico es un asunto serio y merece nuestra atención. Se nos vende como la panacea que conseguirá acabar con el efecto invernadero, una afirmación muy discutible. Porque el vehículo eléctrico va con electricidad, pero ¿cómo se genera esta electricidad? Ojalá toda fuera de origen nuclear o renovable. En ese caso, no provocaría emisiones de efecto invernadero ni agravaría la polución atmosférica en las ciudades. Pero todavía dependemos de los combustibles fósiles para generar electricidad.

El rendimiento de las centrales térmicas está entre el 30 y el 60%; las pérdidas por transporte pueden superar fácilmente el 10% en las grandes líneas eléctricas; luego están las pérdidas por transformación y distribución, las del punto de carga, las de la batería y el propio rendimiento del motor eléctrico. Echando cuentas, la contribución al efecto invernadero de un automóvil eléctrico es hoy semejante a la de los más modernos motores de gasolina o diésel, si vemos de dónde sale la electricidad que hoy consumimos en Barcelona. Si cerramos las centrales nucleares, el vehículo eléctrico incrementará el efecto invernadero; si las mantenemos en marcha e incrementamos la electricidad de origen nuclear y renovable, el vehículo eléctrico emitiría menos dióxido de carbono que uno con motor de explosión.

Otra cosa es la polución atmosférica: los motores eléctricos no emiten gases contaminantes allá donde se utilizan (en otra parte, sí, claro) y eso la ciudad lo agradece. Lo agradece tanto que si hoy mismo me comprara uno de esos automóviles no sabría dónde enchufarlo.

No me lean mal. Me gustan los vehículos eléctricos, pero tenemos que desmitificarlos. No nos van a solucionar la vida. Tienen ventajas indudables y no pocos inconvenientes. El futuro vendrá de la mano del vehículo autónomo que contrataremos a través del teléfono móvil o del cachivache que vaya a sustituirlo. El automóvil en propiedad será para muy pocos y tendremos que apañárnoslas con los patinetes, los automóviles autónomos de alquiler y ¡atención! el transporte público, que lo tenemos muy abandonado. Tendremos que cambiar nuestra manera de ir de un sitio al otro y un montón de infraestructuras.

El problema en las grandes ciudades, y Barcelona no es una excepción, es adaptarse al cambio de hábitos que nos espera, que en parte vendrá solito y en parte tendrá que forzarse, y será muy rápido. Aquí entra en juego un plan estratégico de primera especial, con gran altura de miras, gente capacitada y la máxima cooperación posible entre Ayuntamiento, Generalitat, Gobierno y quien haga falta. Quizá no lleve puestas las gafas, pero yo eso no lo veo, ni veo yo previsión alguna sobre el futuro del transporte en Barcelona, y sí mucha improvisación. Ojalá me equivoque, porque así no llegaremos a ninguna parte.