El pasado 2 de mayo se cumplieron quinientos años desde la muerte de Leonardo da Vinci, y quién no ha oído hablar de él. Para que se hagan a la idea de su fama, el Museo del Louvre recibe cada año a más de diez millones de visitantes, que son, al cambio, un visitante por segundo, y casi todos ellos acuden a echarle un vistazo a la Gioconda, el famoso retrato de Lisa Ghirardini. Es un cuadro magnífico, pero su estado no es el mejor. “Tendrían que pasarle el mocho”, me dice una conocida, que trabaja restaurando obras de arte. "¡Está sucísima!", añade. Parece que las capas de barniz que cubren la pintura están oxidándose y de ahí ese tono ocre-amarillento del cuadro, al que sumar la roña de muchos años. Una copia del cuadro, que se exhibe en el Museo del Prado, conservaría un color más próximo al original, pero ¿quién se atrevería a tocarla, a sacarle brillo, a la Gioconda? ¿Cómo reaccionaría el público?

Leonardo vende, qué le vamos a hacer. Pero no vende el Leonardo que sentó las bases de la pintura moderna, sino un Leonardo de pacotilla. Ahí está Dan Brown diciendo tonterías en El código da Vinci, un libro que se vendió como rosquillas. Puestos a decir tonterías, cualquiera se atreve y aquí no pasa nada. Mejor si uno es famoso. Ahí tienen la exposición Leonardo da Vinci: los rostros del genio. Cuando nombraron comisario de la exposición a Christian Gálvez, un famoso presentador de televisión, provocaron la airada protesta del Comité Español de Historia del Arte. ¿Les extraña? Sólo hay que ver el programa titulado Leonardo da Vinci, el último hereje que pasó la cadena privada DMAX, para asistir a un mayúsculo despropósito en el que participó, cómo no, el susodicho comisario.

Que si Leonardo era secretamente cátaro y hereje (eso no se lo hubieras dicho a la cara, seguro), que si el paisaje de fondo de la Gioconda es Montserrat (y yo, Napoleón), que si la Tavola Lucana es su autorretrato (evidente que no), etc. En la línea de esos otros programas que hablan de los ‘alienígenas ancestrales’, que tanto construyen pirámides como te fríen un huevo. Pero, en fin, eso vende, y puestos a vender parece que vale todo y no importa nada ni el rigor ni la verdad.

Pues ¿qué quieren que les diga? No, no vale todo. Si encima el despropósito se da en una televisión pública, mucho menos valdrá. Pero ahí está la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales, que volvió a pasar en el programa El documental una producción de 2014 titulada Desmuntant Leonardo, en la que participó TV3 y, atención, el Institut Nova Història. Si no saben quiénes son los de ese instituto, busquen y verán.

Los puntos en común entre el programa que pasó DMAX y el que pasó TV3 son muchos, pero ninguno podría pasar por serio. Eso sí, el programa catalán giraba alrededor de una premisa absoluta: Leonardo era, por supuesto, quién lo duda, catalán. Que hoy no pase por catalán es culpa, cómo no, de la maldad intrínseca de los españoles, dice la tesis del Institut Nova Història, que tantos halagos, tantas facilidades y tantos dineros públicos recibe. Que una televisión pública propague semejante sarta de estupideces sería cómico sino fuera a la vez trágico y esperpéntico.

Esto duele. Duele si amas el Arte o la historia y duele más si tu trabajo es el de historiador, de historiador serio, quiero decir, que vive con tantos apuros para llegar a finales de mes y contempla el buen vivir de los sinvergüenzas. La vida y obra de Leonardo da Vinci no necesita ningún invento para ser apasionante, ni uno ni medio, pero lo que hacen con Leonardo parece ser el signo de los tiempos. Se prefiere lo falso y facilón a la pura verdad. No hay otra.

En política pasa lo mismo. Hay medios de comunicación que hacen de la política un esperpento y la grita y la chabacanería se imponen en una discusión que es más pelea chunga que debate, donde nadie busca la verdad, sino la notoriedad. Otros medios, en cambio, adoctrinan, y como dijo Tertuliano, que se quite la búsqueda de la verdad cuando tenemos la fe. El ruido y la manipulación se imponen, porque eso vende. Y la gente lo compra.