En 1976, cuando Franco ya no estaba pero lo que había seguía siendo franquismo, los sindicatos quisieron celebrar el 1 de Mayo con multitudinarias manifestaciones. Quien fuera entonces ministro de Gobernación, don Manuel Fraga, dijo que ni hablar del peluquín, que ese día no se manifestaba nadie. «¡La calle es mía!», exclamó, y esa frase ha quedado para la historia como lo que es, un símbolo de la tiranía; si lo prefieren, de la intransigencia, el autoritarismo, el populismo, el ninguneo de los derechos civiles y un etcétera de palabras más o menos equivalentes entre sí.

La frase no era entonces ni nueva ni original. Ya se oían gritos semejantes en las calles de Atenas y de Roma cuando la primera cayó en la más oscura decadencia después de las guerras del Peloponeso y cuando la segunda afrontó los años finales de la República, llenos de tiranos. La versión más famosa, aunque no exactamente equivalente, es la expresión de la soberbia del Rey Sol, Luis XIV de los franceses, que calándose bien fuerte las gafas de sol y posando para Rigaud dijo que él era el Estado y no había nada más que decir.

En 1923, en una cervecería de Múnich, un tipo saltó sobre una silla, pegó un tiro al techo y reclamó la propiedad de las calles, iniciándose un acto que los alemanes llaman «Putsch». No era más que un imitador de un italiano que, el 27 de octubre del año anterior, marchó sobre Roma no sin antes declarar que las calles eran, en efecto, de su propiedad. No creo que haga falta entrar en más detalles, pues cualquier persona medianamente leída será capaz de adivinar quiénes eran los personajes que he citado y cómo acabaron años después.

Alzar la voz con el grito de don Manuel («¡La calle es mía!») es un mal presagio. Malísimo si el grito es tolerado y ya no les cuento si quien grita es una muchedumbre atizada desde arriba. Las tiranías de todo signo y condición se distinguen de los regímenes civilizados por dos lemas recurrentes, con sus variantes locales. Uno de ellos dice, poco más o menos, «El Pueblo soy yo» o «nosotros» y el otro, «La calle es mía».

Hoy tenemos en la plaza de Sant Jaume a un cantamañas peligroso. Sus referentes ideológicos son públicos y de todos conocidos, gentes como los hermanos Badia o el señor Cardona, que reclamaban abiertamente la propiedad en exclusiva de las calles y promocionaban desfiles de camisas pardas, fusil al hombro. A los libros de historia me remito, y a las amistades de tales caballeros en la política italiana de aquel entonces. Digno heredero de tales ancestros, el inefable señor Torra ha publicado a lo largo de su carrera centenares de artículos en los que se pregunta qué hacen yendo por la calle personas que no sienten lo que él siente, a los que califica muy malamente. Como si la calle fuera de su propiedad y con derecho de admisión. Tales artículos están a disposición del personal, en las hemerotecas.

Por lo tanto, todo lo que ahora dice con esa boca que Dios le dio no me pilla de sorpresa, aunque personalmente me desagrade y entristezca. Con un tipo así no hay diálogo posible, es un fanático, o, si lo prefieren, un estúpido, que es decir alguien que se hace daño a sí mismo y lo hace a los demás, a saber por qué. Pero, como decía el profesor Cipolla, qué grande es el número de estúpidos. Que un imbécil llegue al poder puede ser un accidente, pero no lo es que el público le ría las gracias y proclame, en grafitos y en las redes sociales, el grito de don Manuel: «¡Las calles serán siempre nuestras!». No es un accidente, es una desgracia que esas voces las cante más de uno.