El 7 de diciembre de 1598 nació Gian Lorenzo Bernini, escultor, arquitecto y pintor, uno de los máximos exponentes del barroco italiano. Su fecha de nacimiento fue escogida por un grupo de simpáticos tuiteros para promocionar el arte barroco proclamando a los cuatro vientos el hastag #OrgulloBarroco. La iniciativa tuvo más éxito del esperado y este año esperan repetirlo. Me sumo a la promoción de estos aficionados al arte, al Arte, con mayúsculas. Merecen nuestro aplauso, porque cualquier esfuerzo que se haga para promocionar la belleza y la inteligencia en nuestros días es tan necesario como bienvenido.

El barroco es fascinante. Bernini, sin ir más lejos, nos embrujó con su dominio del mármol, que en sus manos parecía cobrar vida y movimiento. Luego, sin embargo, se le caían los campanarios, pero ésa es otra historia, que ya contaremos otro día. Su contemporáneo y adversario, Borromini, levantó edificios que parecen imposibles. El barroco es Roma, pero también España es barroca, y Francia, incluso Alemania (pasen por la abadía de Ottobeuren, si no me creen). En el arte de la pintura, el barroco lo inaugura quizá Caravaggio, con aires violentos y sobrecogedores, pero capaces de albergar sutiles y bellos argumentos. Luego tenemos a Rubens, a Rembrandt, a La Tour, Poussin... ¡Velázquez! Murillo, Zurbarán, Ribera..., porque en España no nos quedamos cortos y podemos ser más barrocos que nadie.

Pero no nos quedemos con las artes plásticas y admiremos la música. Ésa que hoy llamamos clásica es, en verdad, barroca. De los madrigales polifónicos a las óperas y sinfonías, del virtuosismo de Vivaldi al monumental edificio armónico de Bach, el barroco está ahí para solazar nuestro espíritu con la más deslumbrante muestra de ingenio y magnificencia. Luego baste con nombrar el Siglo de Oro para mostrar que la literatura barroca fue y sigue siendo uno de los fundamentos del buen narrar. En Francia no presumen menos con sus grandes dramaturgos.

En el ámbito del pensamiento, Descartes inaugura el racionalismo y la filosofía prescinde de una vez y para siempre de la teología, mientras Europa se desangra en guerras de religión. Spinoza se alzará como un gigante sobre la historia del pensamiento y Bacon y Galileo, seguidos de Newton, concebirán la ciencia como hoy la conocemos. La Ilustración que vino después es hija de padres tan hermosos.

Sí, si usted es un aficionado al barroco, en cualquiera de sus formas, tiene sobrados motivos para festejar el Día del #OrgulloBarroco.

Cuentan por ahí que el barroco tiene hoy tanto predicamento porque nuestros tiempos son un tanto barrocos. Ahora bien, ¿tienen razón quienes predican semejante cosa? El barroco juega con la realidad, pero no engaña. Es teatro, dijo alguno, y acertó. Se pregunta si la vida es sueño, muestra realidades que se esconden tras la realidad, nos obliga a indagar, a darle vueltas a las cosas. Juega, duda, se angustia o se ríe, y nosotros con él. Hoy, sin embargo, no nos dejamos embelesar por el teatro, sino que buscamos la descarga de adrenalina de unos buenos efectos especiales y no distinguimos la verdad de la mentira (y las más de las veces ya nos está bien, ya no nos importa).

También se afirma que el barroco siente pánico ante la sobriedad y el vacío (afirmación, ésta, muy discutible). Y nosotros, prosigue la disertación, también. Sin embargo, aunque hay algo de verdad en ese horror ante el silencio, detrás del espectáculo del buen barroco está siempre presente un discurso lleno de profundidad y misterio, que requiere discernimiento y calma. Ya hace un siglo, Nietzsche afirmó que gran parte de las grandes palabras de sus contemporáneos, esa agitación de las masas, no hacía más que ocultar un inmenso hueco, y esa oquedad, digo yo, parece que es el signo de nuestro tiempo, en el que bajo la superficie no hay nada, lo que se dice nada.