Los que tenemos una edad y leemos novelas de espías sabemos de los kremlinólogos. Corrían los tiempos de la Guerra Fría y la Unión Soviética era, además del enemigo, un lugar desconocido. Especialmente, entre bastidores. Por eso, cuando los soviéticos organizaban una exhibición fálica en la Plaza Roja y sacaban sus misiles a pasear en un aparatoso desfile, para mostrar a Occidente que ellos los tenían más grandes y más largos, los kremlinólogos no prestaban atención a los cohetes, sino a la tribuna de autoridades.

Dónde se había sentado Popov, un secretario segundo del asistente del viceministro de Nosequé, era analizado del derecho y del revés por prestigiosos analistas que trabajaban para la CIA, la NSA, la DGSNE, el MI6, el BND y el resto del abecedario. Todos ellos intentaban adivinar qué se estaba cociendo en el Kremlin y por dónde nos iba a salir la Unión Soviética en los próximos meses.

Nunca daban ni una, todo hay que decirlo.

Hoy, los kremlinólogos son un recuerdo del pasado y lo más semejante a un kremlinólogo que tenemos es un vaticanólogo, un oficio con una larguísima tradición. Las intrigas en el seno de la Curia son de lo más retorcido, sibilino y sutil que imaginarse pueda, con el añadido de actividades tan cristianas como el blanqueo del dinero de la mafia o las turbias maniobras para silenciar casos de pederastia. Pero, no sé muy bien por qué, los vaticanólogos están en horas bajas, y mira que sus historias están llenas de sexo y violencia, algo que suele vender bien.

También es verdad que, como los kremlinólogos, los vaticanólogos saben explicar muy bien lo que ha sucedido, pero nunca aciertan lo que va a suceder. Como otros que me sé yo, de los que hablaremos ahora.

En casa tenemos los... ¿cómo llamarlos? ¿Colauólogos? Porque la señora Colau es la única referencia conocida de un batiburrillo de gentes de diversas agrupaciones, grupúsculos, facciones, movimientos y pandillas de amigotes que se ha presentado no sé ya con cuántos nombres a las diversas contiendas electorales los últimos años. Pero ¡tranquilos! Sí se puede, podemos, en común, encontrar un nombre para quien estudia a este caótico microcosmos.

Tantos son y nunca están de acuerdo en nada. Es tan confusa su relación de fuerzas y su relación entre sí y con los demás que cualquiera se mete, primero, a describir quién hace qué y, segundo, a adivinar qué sucederá a continuación, o por dónde nos saldrán ahora. Tampoco sirve de nada atender a la carismática lideresa del conglomerado. La señora Colau ahora dice blanco y ahora, negro, o amarillo, según sopla el viento. Lo hace sin inmutarse. Luego ¿quieren divertirse? Digan en un acto público que una vez tuvieron una percepción extrasensorial y a la alcaldesa le faltará tiempo para asegurar que ella también la tuvo. No falla nunca: la señora Colau inventó el «y yo también».

Eso, no tengo ni que decirlo, complica el análisis, seguro que sí.

Luego están los amarillólogos, muy semejantes en todo a los colauólogos, porque el amarillismo y el colauismo tienen mucho en común; especialmente el desorden. Los amarillólogos analizan con sesuda concentración lo que ocurre entre los independentistas catalanes. Son, con diferencia, los que mejor viven de todos, de tertulia en tertulia.

Ya les digo yo ahora que el amarillismo escapa a cualquier análisis racional. Es una cuestión de fe que se manifiesta en forma de caos. Por eso, los amarillólogos ponen la mano a lo que caiga, sea un sueldo, sea una subvención, porque todo el mundo se gana las lentejas como puede.

Lo único seguro en estos ecosistemas políticos postmodernos es que en ellos aflora la estupidez. Dicho de otra manera, «la mierda flota». Si se encuentra un líder peor o más estúpido que el actual, sube una casilla. Si sale un tipo sensato, lo echan. El más estúpido gana y se lleva el gato al agua. Fin. Véase la definición de estupidez de Carlo Maria Cipolla para evitar malentendidos y aplíquese a nuestros casos; verán que llevo razón.

Como ahora vienen elecciones, anda el gallinero revuelto y el asunto promete. Todos darán «lo mejor de sí». Todos. Si los partidos «convencionales» ya nos obsequian con sesiones de esperpento, ya no les digo lo que podemos esperar de las izquierdas «alternativas» o las diversas facciones del procesismo, en pleno período cainita. Dará para pillar asiento con un cesto de palomitas y aplaudir la comedia. Es un consuelo que, mientras el Titanic se nos va a pique, la orquesta siga tocando el vals del disparate y todos bailamos al son.

¿No me creen? A modo de avance, suena con fuerza la candidatura de Beatriz Talegón, no importa para qué ni de parte de quién. Y esto es sólo el aperitivo.