En abril, mientras los hospitales y los cementerios vivían las peores horas de la epidemia, desde los balcones se oía trinar a los pájaros y resonaba el anuncio de las horas de un campanario. El rumor de las hojas mecidas por el viento y el arrullo de las palomas eran todo el ruido de la ciudad, que de vez en cuando rompía el tímido paso de un automóvil, que se movía con extrañeza por un asfalto desnudo. Cuando al fin pudimos asomarnos a la calle, tomé la costumbre, que he mantenido hasta ahora, de madrugar con el sol y salir a pasear, cada día, con insistente voluntad y no poca maravilla. Porque la Barcelona que asomaba ante mí era una Barcelona inédita, extrañamente bella y decadente.

La sensación de estar completamente solo frente a la fachada vieja de la Sagrada Familia la guardo como quien guarda dentro de sí algo extraordinario e inefable. La Gran Mona de Pascua se alzaba ante mí completamente desnuda de turistas, en totémico silencio. Casi me reconcilio con ella. Un día me llegué al puerto. Al otro, exploré Santa María del Mar, o Gràcia, el parque de les Aigües o el del Guinardó… Caminé por en medio del paseo de Gràcia sin un solo automóvil a la vista.

Un día me llegué hasta el parque Güell, que descubrí abierto y prácticamente vacío. Recordé, en el mirador situado encima de la sala hipóstila, que una vez cuando chico nos llevó mi madre, con la bicicleta y la merienda a cuestas. Aunque pedaleé mucho aquel día entre columnas y en el mirador, me quedó grabada la imagen de un parque aburrido, sin gente ni columpios. Mi madre, en un ejercicio de añoranza que sólo ahora comprendo, nos contaba como ella, a su vez, iba al parque a jugar con sus amigas cuando niña, mientras contemplaba la ciudad a sus pies. Nunca lo vio inundado de turistas, cosa que agradezco al destino.

En esos paseos, cada vez más largos y más atrevidos, he afilado la mirada y he buscado la anécdota que ilustra el todo: el adorno de un balcón, el esgrafiado de una vieja fachada, el bache en medio de la calzada, esos callejones y pasajes en los que se esconden los restos de lo que fue un pueblo fagocitado por la urbe, ese letrero de un comercio que casi tendría que estar en un museo… Esa Barcelona de madrugada, silenciosa, solitaria, en la que trinan los pájaros y no se ve un alma, ha venido para quedarse en el recuerdo, porque ha venido y se ha ido.

Gran parte del paisaje urbano está adornado con pintadas y grafitis, que cubren paredes, puertas y persianas. En ocasiones, la persiana de un comercio medio oxidada, cubierta de polvo y hollín, adornada de un cartel de traspaso, venta o alquiler que ha conocido tiempos mejores, luce las firmas de grafitis tan antiguos y descoloridos como la misma propiedad. Pero asombra la cantidad de nuevos grafitis que han salido a la luz durante este encierro, brillantes y vivaces, extendiéndose por todas partes. Imagino que este período de confinamiento ha sido Jauja para los grafiteros, que, a la vista está, han puesto todo su empeño en decorar la ciudad con colores más encendidos y figuras agresivas, mientras el amarillo lazo, en un pasado omnipresente, comienza a ser signo inútil, deslucido y gris. En cambio, surge el amarillo bicicleta, al asalto de algunas calzadas con notas de color brillante.

No es éste ni el momento ni el lugar para juzgar si los grafitis son una forma de expresión artística o un acto de vandalismo, aunque seguramente serán el medio de expresión de una generación que no cree en el futuro como creyeron sus padres o abuelos, porque ya no existe. Pero no puedo dejarles sin señalar otro signo distintivo de la ciudad, ésos a quienes yo llamo «los invisibles», vagabundos, gente sin techo ni esperanza, que anidan en los resquicios de la urbe, abandonados a su suerte. Cada día hay más, o quizá he aprendido a verlos. Son los restos de una humanidad que mira hacia otro lado, son personas desamparadas y han sido, en estos días de confinamiento, los únicos habitantes de la calle, tan vulnerables. A poco que uno fije la vista, asombra su número, pero, simplemente, no queremos verlos.

Esos largos paseos me han devuelto siempre a casa con la imagen de una ciudad decadente y llena de belleza, porque una cosa no se riñe con la otra. Las ruinas tienen una belleza particular, a poco que uno sepa apreciarla.