Cuando se derribaron las murallas de la ciudad y se inició la urbanización del Eixample de Barcelona, los ascensores todavía no eran de uso común. La gente empleaba las escaleras para subir y bajar y eso explica por qué los ricos vivían en la planta principal y los pobres, en la buhardilla. Un paseo por la ciudad nos mostrará majestuosos pisos principales, con grandes balcones y galerías, un lujo que, a medida que alzamos la vista, va a menos, hasta alcanzar las pequeñas ventanas de los últimos pisos, tan pequeñas y modestas. Nada como echar un vistazo a una casa de pisos modernista para comprender qué es la estratificación de las clases sociales.

Digan lo que digan, la historia no se repite; sólo insiste. En aquellos tiempos, las familias de parné de Barcelona hicieron su agosto con las recalificaciones urbanísticas. Creían que eso era algo nuevo, ¿verdad? Mientras se hacían de oro de hoy para mañana, se olvidaban del pasado mañana, un vicio que persiste. Por eso, como es la costumbre en estas latitudes, prestaron poca atención a los avances de la ciencia y de la técnica. Mientras comenzábamos a edificar en la retícula del plan Cerdà, un tal Otis se hizo de oro patentando un freno para ascensores. De ahí a los ascensores modernos, nada, un paso.

¡Poca broma con los ascensores! Ningún otro vehículo transporta a tantos pasajeros tantos kilómetros de aquí para allá (de arriba abajo) como el ascensor. Ni coches ni bicicletas ni autobuses ni nada, el ascensor es el rey, y lo es porque tuvo un éxito fulgurante. Primero, en los EE.UU. Luego, en Europa. Finalmente, en Barcelona, faltaría más. Y fue poner ascensores y ponerlo todo patas arriba. De un día al siguiente, el precio de las plantas principales quedó en nada, mientras el precio de los áticos y las buhardillas se puso por las nubes. Más de uno que se había comprado un principal para presumir se quedó con cara de tonto.

Cambió radicalmente el diseño de los edificios de viviendas o de oficinas. El jefe tiene el despacho arriba; quien puede se monta un ático. Quien no pinta nada, se conforma con las plantas bajas. Por supuesto, todo son ventajas para el que vive arriba. El ascensor sale más caro al pobre que al rico. El rico gasta más ascensor, porque vive arriba, ¿recuerdan? Pero paga lo mismo de gastos de ascensor que el pobre, que vive abajo. Gastos de comunidad, los llaman. Impuestos no progresivos, en jerga.

De tanto en tanto, al pobre le llega algún consuelo. El letrero de «No funciona» es el equivalente al asalto al Palacio de Invierno de la Revolución de Octubre, porque a los propietarios del ático les llega la factura de vivir tan por encima de la realidad a pie de calle. Cuando se da el caso, un cruce en el rellano de la escalera entre un vecino de abajo y uno de arriba da para un retintín de venganza satisfecha, de cachondeo, en la voz del vecino del entresuelo, imposible de transcribir por escrito. «¿Otra vez averiado?» «¡Qué va! ¡Alguien ha vuelto a dejarse la puerta abierta!» «¡Hay que ver cómo es la gente...!»

Otra. Cuentan los bomberos de Barcelona que en 2017 procedieron más de mil cuatrocientas veces a rescatar a alguien que había quedado atrapado en un ascensor. Echando cuentas, es un aumento del número de rescates ascensoriles del 22% en un año. Los bomberos restan importancia al incremento afirmando que son «sucesos circunstanciales». Afortunadamente, pese a las circunstancias, los bomberos pudieron rescatar a todo el mundo y nadie se hizo daño. Gracias.

Pero hay un ascensor que no consta en el informe de los bomberos. Es el ascensor social, y está dando muchos problemas, y ahí seguimos la mayoría, atrapados en él.

El ascensor social sirve para ascender desde unos bajos proletarios hasta el ático burgués. Se habla mucho de él, pero la verdad es que no funciona. ¿Funcionó alguna vez? El ascensor social dicen que es meritocrático. ¡Qué va! Es eléctrico, porque funciona con enchufes. Si no tienes enchufes, nada, no subes. La inmensa mayoría de los hijos de familias de bajo poder adquisitivo (i.e., pobres), por mucho que trabajen, por muy inteligentes que sean, por mucho que lo intenten, seguirán siendo lo mismo (i.e., pobres) hasta que se mueran. Igualmente, la gran mayoría de los hijos de familias bien (i.e., con pasta) seguirán la mar de bien hasta el fin de sus días, aunque en su vida hayan pegado un sello y sean tontos de remate. Las excepciones son las justas para poder publicar, de vez en cuando, un libro de autoayuda que sostenga que si el ascensor no funciona es porque tú no le das al botón. «Si tú quieres, puedes.»

Qué tendrá el ascensor social que todos quieren subirse a él. El sueño de contemplar las vistas desde el ático empuja al personal hacia la cabina y ésta pronto se convierte en el camarote de los hermanos Marx. El marxismo explica por qué el vehículo, sobrecargado, cede y en vez de subir, baja. O cae. Eso es, técnicamente, una crisis. En algunos círculos cínicos se llama «vivir por encima de tus posibilidades» y los escritores de libros de autoayuda insisten en que si cierras los ojos y lo deseas mucho, mucho, mucho, el ascensor dejará de caer y te elevará hasta el ático, donde viven los que viven por encima de tus posibilidades.

No sé si ustedes se han visto en la situación de verse atrapados en un ascensor lleno de gente asustada que ha sido abandonada por su desodorante hace ya tiempo. Es una experiencia traumática. Sólo falta que entonces se oigan los gritos de los vecinos del ático. «Aguantad, tened paciencia», dicen. «Tranquilos, que ya vienen los bomberos», dice un pasajero que todavía cree en los cuentos de hadas.

Pero ¿qué bomberos? ¿Quedan bomberos? Las políticas que invertían en salud y educación públicas, en cultura, en investigación, en justicia... ¡hasta las pensiones! Esas políticas, decía, las únicas que pueden detener la caída de los ascensores sociales, han quedado hechas cisco después de años de recortes indiscriminados. Si se presentan los bomberos, aparecen con un sifón, a falta de extintores.

Sin embargo, mejor un sifón que nada. Al menos dará para un vermú. Así que el portavoz de los pasajeros atrapados en la cabina pregunta: «¿Alguien ha llamado a los bomberos?». Responde entonces un coro de voces desde el ático: «Si os ponéis todos un lacito amarillo en la solapa veréis como por arte de magia potagia el ascensor arranca y os venís todos aquí arriba y montamos una fiesta». Venga lacitos, pero ni con ésas. «¿Quién dijo lo del lacito?», pregunta uno. «El del ático segunda, ése que sisaba el tres por ciento de las obras de la comunidad.» Eso explica muchas cosas, porque gracias a él dejamos de cumplir con las revisiones periódicas y el inspector nos está cociendo a multas.

Lo peor del caso es que entonces se oyen otras voces. «Creo que son los mecánicos.» «Pues ya era hora.» Se oyen unos golpes en la puerta. «Que ya estamos aquí y ahora os sacamos de ésta, pero tendréis que colaborar todos y todas.» «Vale. ¿Qué hay que hacer?» «Se me ocurre que podríamos iniciar un proceso participativo para que los pasajeros y las pasajeras puedan organizar una consulta para cambiarle el nombre a la calle.» Silencio en la cabina. Se oye crujir el cable, chirriar el freno. «¿Un qué? ¡Coño! ¡Que esto se cae!», protesta uno. «Hemos de insistir en que las propuestas han de ser constructivas y no han de consistir en la imposición de una realidad pretendidamente objetiva, mediada culturalmente por una élite extractiva», dicen al otro lado de la puerta. «¿Y qué hacemos con el lacito?», pregunta otro. Rumor al otro lado de la puerta, en el rellano. Los pretendidos mecánicos discuten qué hacer con el lacito. La cabina vuelve a crujir y cae un palmo. Gritos de pánico. «¡Tranquilos! ¡No pasa nada! Ahora montamos una asamblea...», dicen los mecánicos. Las voces desde lo alto cantan «Els Segadors» para ahogar la propuesta de los mecánicos, porque las asambleas les provocan urticaria y se están forrando a vender lacitos. ¡Menudo guirigay!

No sé qué haremos con el ascensor social. Quizá ya sea hora de arreglarlo. O de escribir otro libro de autoayuda, que igual me da pasta para, al menos, subir por las escaleras.