El pasado día 24, cuando se rendía homenaje a los exiliados republicanos ante la tumba de Machado o en la playa de Argelers, los asistantes fueron abucheados al grito de «¡Fascistas!». La prensa francesa todavía se frota los ojos, porque los que gritaban e insultaban no eran militantes de Vox, sino independentistas catalanes.

El día 21, los piquetes amarillos bajaron por la Vía Layetana. Habían convocado una huelga general. Pasaron por delante de una sede de La Caixa; pasaron por delante de Foment del Treball; nada, ni aquí ni allá. Entonces se detuvieron delante de la sede de CC.OO. y comenzaron los pitos y los insultos contra el sindicato de clase. Los piquetes arrojaron bombas de humo e hicieron pintadas en las paredes del edificio.

A la chita callando, ese mismo día supimos por la prensa que el Govern de la Generalitat «aplazaba» las ayudas sociales a los trabajadores pobres en su decreto sobre la renta garantizada. También supimos que se negó a considerar una iniciativa legislativa popular que pedía una reducción universal del 30% de las tasas universitarias, que hoy son las más altas de España y están entre las más altas de Europa. No se acaban los ejemplos.

Muchas más consecuencias ha tenido y tendrá que los amarillos se hayan negado a apoyar la Ley de Presupuestos Generales del Estado. España vivirá con presupuestos prorrogados, una deuda mayor y las inversiones en infraestructuras, ayudas sociales, investigación, sanidad o educación que tanta falta nos hacen a los catalanes (y al resto de los españoles) se habrán ido todas al garete. ¡Haciendo amigos!

Es más, han provocado elecciones a sabiendas. «Contra Franco vivíamos mejor», es su lema, y muchos «intelectuales» y dirigentes del amarillismo catalán, incómodos con las ofertas de diálogo, no desean otra cosa que el retorno de su imagen especular en el gobierno español, pues son tal para cual. Luego se preguntarán por qué nos miran mal allende el Ebro.

En Cataluña persiste la extraña idea de que ser nacionalista es ser de izquierdas, incluso progresista. Si nos ceñimos a los hechos, los frutos de diez años de procesismo han sido un recorte superior al 27% en ayudas sociales, sanidad y educación y cualquier persona o institución con sensibilidad social que se ha aproximado al independentismo se ha visto engullida y fagocitada por una mezcla de cursilería ramplona, mentiras y ultranacionalismo. El llamado «eje social» del amarillismo no se aguanta ni se sostiene ante el apabullante «eje nacional»; es un hecho.

Ya es hora de que quienes somos de izquierdas, o poco más o menos, digamos que el procesismo, o como quieran llamarlo, es perfectamente comparable a cualquier destropopulismo que combine un ultranacionalismo identitario, una ideología social carca y un neoliberalismo económico feroz. Quienes apoyan este movimiento son perfectamente comparables en actos y expresiones con la extrema derecha europea.

Eso tendría que saberlo quien presume de progresismo, y estoy mirando hacia Ada Colau. Como saben, se aproximan las elecciones municipales y las encuestas dicen que en Barcelona podría ganar ERC. Los republicanos dirán lo que querrán decir, pero lo que han hecho hasta ahora es claro y meridiano: apoyar y salvaguardar la política de recortes sociales y un ultranacionalismo identitario. Llevan así diez años, o más. ¿Por qué van a cambiar?

Colau ya lleva mucho tiempo «equidistante» y tonteando con ERC. Desde que rompió con el PSC, marcando anticipadamente el final de su mandato, ERC le está tomando el pelo a base de bien y nuestra alcaldesa cae en la trampa una y otra vez, y la siguiente. Los amarillos quieren Barcelona para amarillear, no para bien de los barceloneses, y los votantes de Colau, tres cuartas partes de los cuales no quieren ni oír hablar de independencia (a los datos del CEO me remito), se llevarán más de un chasco. En cambio, sus dirigentes...

Pondré fin a estas líneas recordando a Engels. En el «Manifiesto comunista» ya dejó bien clarito que le importaba bien poco la explotación de un pueblo por otro pueblo, porque lo importante (lo injusto) era que un hombre pudiera explotar a otro hombre. Veremos si Colau prefiere hablar de pueblos o de personas, si se pasa a la derecha o no.