La eternidad es uno de los misterios más incomprensibles para la mente humana. Al hombre finito, marcado por el nacimiento y la conciencia de la muerte, le cuesta pensar en entes no sometidos a esas circunstancias. Pero, al fin, es posible comprenderlo: la eternidad, o por lo menos lo más parecido a la eternidad, son las obras públicas. Cabe que empiecen algún día e incluso que terminen, pero en medio del purgatorio que causan, del ruido y del polvo, nadie recuerda su alfa y casi nadie cree que tengan verdaderamente omega.

Ahí está el tramo recién inaugurado de la B-40. Hasta 17 años para un pequeño trecho -6,3 kilómetros-, entre Viladecavalls y Olesa. A razón de un metro diario. Hay una obra que lleva aún más tiempo pendiente. Ni siquiera ha empezado y, probablemente, nunca empezará: la conversión de la línea férrea Barcelona-Puigcerdà en ancho europeo. La decisión de hacerla la adoptó un gobierno en 1909. Nunca más se supo.

Sin ir tan lejos: vecinos y turistas pueden comprobar cada día la lentitud, rayana en la quietud, de los trabajos en La Rambla o en Via Laietana. Zonas urbanas con alta densidad de uso donde las empresas se toman muy en serio eso de que las prisas son malas consejeras. Trabajan sin prisas y con muchas pausas.

Si eso pasa donde todo el mundo puede verlo, qué no ocurrirá en zonas apartadas de la mirada del ciudadano y, a lo que parece, de las autoridades. Un ejemplo: la peatonalización de la calle de Galileu entre avenida de Madrid y Can Bruixa. Apenas 400 metros para los que, según la licitación, eran necesarios nueve meses. Casi como la B-40: a metro por día, aunque se diría que tienen complejidades distintas. Nueve meses, sobre el papel. La realidad, claro, tiene sus propios ritmos.

Los trabajos tenían que iniciarse en noviembre de 2022. No empezaron. Se adujo que se aplazaban por la cabalgata de Reyes del distrito, que tradicionalmente utiliza ese recorrido. Empezaron entrado febrero con el compromiso de terminar en noviembre de 2023. El pasado noviembre ya se veía que aquello no iba a estar listo para la fecha prevista ni para diciembre tampoco. Pero llegaban los Reyes y, por lo tanto, la cabalgata, de modo que se terminó todo precipitadamente. Unas prisas que hicieron pensar a más de uno que allí se aplicaba un “pasacaudillos”. Se llamaba así a una gravilla que se utilizaba para tapar los baches en las carreteras por las que tenía que pasar el dictador, de modo que pensara que todo estaba siempre en perfecto orden. En este caso, serviría para que pasara la cabalgata. Y pasó. Y unos días después volvieron los obreros porque aquello, evidentemente, no estaba acabado. Se dio más o menos por liquidado a finales de enero (a falta de plantar los árboles, por la sequía).

Dos semanas después, los obreros volvían a estar allí levantando adoquines que se habían hundido. Alguien, y seguro que no fueron los operarios, no pensó en que, si a partir de la calle de Caballero la peatonalización es más o menos seria (los coches siguen pasando cuando quieren), antes hay una gasolinera (que recibe tanques en camiones muy pesados y vehículos de todo tipo), de modo que llamar peatonal a ese tramo es una ironía.

Es de suponer que los trabajadores tienen los contratos en orden, haya o no subcontratas, y que no ocurre como en las obras del Camp Nou, según los inspectores. Lo que puede ver cualquiera es que la seguridad laboral no se controla. Los obreros cortan piedras con potentes máquinas, sin gafas protectoras, sin auriculares que les aíslen del ingente ruido y sin mascarillas que les eviten tragar polvo nocivo.

Hay más: una calle supuestamente renovada sigue conservando vestigios de siglos pasados en forma de postes de madera de una compañía eléctrica con los cables colgando. ¿No estaba su sustitución contemplada en los trabajos?

No es el único punto en los que la chapuza salta a la vista. En la calle de Vallespir, paralela a la de Galileu, se ha procedido a peatonalizar su arranque en Travessera de Les Corts para facilitar las entradas y salidas de una escuela. Hace menos de medio año. Pues bien: ni una sola de las losetas del vado de acceso mantiene su integridad. ¿Eran malas o simplemente inadecuadas? Y lo que es más grave: ¿Nadie lo vigila?

La solución a todo esto es, como se ha dicho al principio, la eternidad del volver a empezar. Si las empresas que realizan las obras tuvieran que indemnizar a los vecinos por las molestias derivadas del trabajo chapucero, es posible, solo posible, que las cosas funcionaran de otro modo. Mientras tanto, los vecinos solo tienen una salida: la queja eterna. El aprendizaje de la eternidad.