Carlos Nieto Blanco (Santander, 1947), filósofo de profesión y vocación, acaba de publicar un bello libro titulado Llegar allí es tu destino. Un viaje alrededor de la literatura de viajes. Repasa una veintena de obras en las que el viaje es el eje del relato. El viaje, metáfora de la vida. A veces el propio trayecto es tan importante o más que el destino, que no siempre será un territorio preciso; puede ser el conocimiento de otras formas de vida, de otros usos y costumbres, incluso el puro hecho de viajar sin dirección precisa ¡Y sin billete de vuelta! Porque hay viajes en los que se lanza uno a lo que salga. Es lo que Nieto Blanco llama “la razón viajera”. Aunque acabe llegando a una triste conclusión: que el turismo es el responsable de la muerte del viaje. El turista ya no viaja para aprender y conocer, para vivir, sino para coleccionar imágenes (y más ahora que los móviles permiten hacer muchísimas sin apenas coste) que demuestren que estuvo allí. Como si el mero estar confiriese carácter. A veces sí. Ahí está el cierre de una crónica sobre el Gran Derby escrita hace años por Fernando Savater que terminaba: “Yo lo ví. Yo estuve allí”. Pero en otros casos, haber estado en algún lugar es casi un oprobio si había algo que ver y no ha sido visto.

A Barcelona llegan cada año millones de pasajeros (cuesta llamarles viajeros) en barcos y en aviones, en coches y en trenes. Algunos pasan en la ciudad unos días y no se pierden ni uno de los puntos que aconsejan las guías de turismo. Pasean por la Rambla y se hacen una idea cabal de las costumbres barcelonesas: una ciudad donde repican las castañuelas y las mujeres se visten de faralaes.

En Barcelona se puede comer paella (excelentes y de plástico), fabada (algunas muy buenas y otras casi engrudo), fresas de Huelva, chorizo de Guijuelo, jamón de Jabugo, torreznos de Soria y patatera de Cáceres. Ninguno de esos platos es típico de la ciudad, aunque si bien se mira muchos de esos tipismos han pasado a ser de cualquier parte, porque el presente es mestizo. En tiendas, Hermès y Zara hay ya en todas partes. No hace falta viajar para ver sus escaparates.

Se puede viajar a Barcelona y no ver más que la Sagrada Família o el mercado de la Boqueria, sin entrar en contacto con ningún barcelonés. No mucho más deben ver esos cruceristas que están exactamente seis horas en la ciudad. Si se lo toman como aperitivo para una visita posterior, vale; pero sería un exceso decir que conocen Barcelona. Lo propio ocurre con los aficionados al fútbol que llegan para ver un partido del Barça contra su equipo y para acabar con las existencias de cerveza.

Entre los pensadores del pasado siglo hubo verdaderos viajeros. Uno fue Walter Benjamin, que acabó muriendo en Portbou cuando creía viajar hacia la salvación. Sostenía que viajar transforma. ¿A cuántos turistas en tropel transforma la visión de la fachada del Liceo o de la fuente de Canaletas? Benjamin murió, por cierto, muy cerca de donde lo hizo otro viajero (forzado) Antonio Machado, quien arrastró su cuerpo desde Barcelona hasta cruzar la misma frontera, pero en dirección contraria. También hacia la muerte. Su última residencia es hoy un alojamiento turístico. Se promociona en las redes por su proximidad al mar.

Importa poco no saber orientarse en una ciudad”, escribió Benjamin; “Perderse, en cambio, en ella como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje”. Perderse, extraviarse, patear las calles: ver La Rambla y también el viejo Sant Andreu o Nou Barris y las plazas. Hablar con alguien. Si algún turista se pierde en Barcelona, es difícil que viva esa experiencia como un factor de aprendizaje de nada que no sea el uso intensivo de Google.
Dice Nieto Blanco que en el pasado se viajaba por aventura, buscando una utopía, para descubrir nuevos mundos y, ¿por qué no decirlo todo? tal vez colonizarlos. Había emigrantes. Unos se iban por motivos políticos (se instalaban en Amsterdam o en Argelès-sur-mer, nunca a Waterloo); otros, para salir de la miseria (como hacen quienes llegan, si llegan, en patera). La historia está llena de viajeros que han dejado huella. Los turistas sólo dejan dinero y, a veces, un rastro de indiferencia, lo que explica en parte la turismofobia que se palpa en la ciudad. Aunque convendría no perder de vista que muchos de los que claman contra el turismo de masas se suben luego a un avión de Ryanair. ¡Eso sí que es aventura y riesgo! Quieren que haya menos turistas, salvo ellos. Son como esos agricultores que piden una política proteccionista para sus productos y, a la vez, que no se practique proteccionismo alguno más allá de las fronteras. Algunos incluso van en tractor a Barcelona, donde los recibe Pere Aragonés en funciones de guía turístico.