El Primavera Sound ha decidido cancelar la edición del Festival 2024 en Arganda del Rey por las dificultades que supone trabajar en este espacio.  No se trata de problemas administrativos sino infraestructurales y por supuesto los derivados de la logística comunicativa entre esta localización y Madrid capital. Esta noticia, al margen del contratiempo que supone para los objetivos de crecimiento del festival, invita a reflexionar sobre el mapa de festivales en el territorio español, sobre su relación con el espacio público y sobre todo del papel que juegan en el contexto de las políticas culturales de nuestro país. 

Ya hace años que España se ha convertido en uno de los países de Europa con más festivales de música y Barcelona ciudad ha sido durante bastantes años un caso singular en el mapa español. Aquí han nacido y crecido algunos de los festivales con más personalidad en un contexto urbano y que durante mucho tiempo han convivido razonablemente con el vecindario. Nunca ha sido una convivencia perfecta y prueba de ello son los conflictos periódicos en el Poble Español o en el Fòrum solo por citar dos de los emplazamientos más recurrentes, pero en general este consenso social ha permitido que el Sónar (definitivamente aposentado en Fira de Barcelona), Primavera, Cruïlla i otros de menor impacto mediático hayan podido evolucionar hasta convertirse, cada uno en su ámbito, en auténticos referentes sectoriales.

La pandemia puso en cuestión este acuerdo tácito, entre los festivales y los intereses (y percepciones vecinales). En primer lugar, porque la sensibilidad vecinal sobre cuestiones acústicas y movimientos grupales nocturnos varió significativamente y en segundo lugar, porque los problemas económicos de los grandes festivales, en mayor o menor medida, obligaron a reemprender su actividad de forma contundente y, en algunos casos, ampliada. Las partes no entendieron que en aquellos dos años de parón se habían producido cambios importantes en la psicología social y que el armazón antifestival (siempre presente, pero de baja intensidad en las organizaciones vecinales) se había empoderado de manera exponencial.

De pronto las quejas vecinales se multiplicaron, la vigilancia estricta y crítica sobre cualquier detalle del marco normativo vigente, el control sonoro y todas las molestias derivadas de las aglomeraciones en entrada y salida de los eventos se convirtieron en elementos esenciales en la opinión vecinal. De ello se han derivado peticiones, reuniones, posicionamientos políticos y no pocas querellas judiciales. No es hora de buscar razones y analizar culpas, porque de todo ello se ha escrito mucho, pero la realidad es que aquel pacto no escrito que nos convirtió en un modelo de ciudad con grandes festivales urbanos está en entredicho y ahora toca recomponerlo.

Hay tres grandes líneas de trabajo para recoser este tejido roto. La primera es introducir en el análisis la variable metropolitana. Debemos diversificar la ubicación global de los festivales porque Barcelona no puede acogerlos todos y porque es sensato pensar que en su entorno territorial debería existir un gran espacio preparado para acoger eventos de esta naturaleza. Un espacio dotado de buenas infraestructuras, bien comunicado y con gran capacidad de público.

La segunda implica un acuerdo económico sensato y correcto entre las partes. Los festivales son un hecho cultural que sin duda aporta mucho a la ciudad, pero también son un negocio económico y como tal deben corresponsabilizarse de los gastos que generan y sobre todo de los efectos colaterales que suponen para la ciudadanía.

Y por supuesto, en tercer lugar, conviene debatir cuál es el papel que los festivales juegan en la promoción del talento local. Alguien podría argumentar que este criterio es difícilmente objetivable y de muy compleja implementación y es cierto, pero es lo que diferencia una actividad puramente económica de una actividad con objetivos culturales. Si ello fuera discutible en un espacio pensado adhoc para festivales, no lo es tanto en el contexto de un espacio urbano.

De este debate surgirán nuevos escenarios, nuevas propuestas y nuevos consensos, pero probablemente en el futuro se impondrá la tendencia a ubicar dentro del perímetro urbano de Barcelona festivales de dimensiones más reducidas y con especial atención a la calidad de la audiencia (una relación más culturalista entre públicos y contenidos). Este argumentarlo no solo sería defendible en los términos de una buena política cultural, sino deseado por una inmensa mayoría de ciudadanos.

Acoger festivales de 70.000 u 80.000 personas puede ser espectacular mediáticamente, pero es difícil de encajar en el marco de una política pública integral. Si acaso alguno de ellos puede ser una excepción, pero siempre en el bien entendido que sirva para confirmar la regla. Una regla que debe ser útil para el conjunto del sector musical sin apriorismos ni preferencias empresariales.