Explotar un bar en Barcelona está al alcance de mucha gente. Con solo navegar un rato por cualquier página web de las que anuncian traspasos, alquileres y oportunidades o con darse una vuelta por la ciudad se pueden encontrar ofertas aparentemente interesantes. A simple vista, con unos pequeños ahorros o con la capacidad de aventurarse en una inversión al alcance de muchos ciudadanos medios se puede emprender con ilusión el proyecto de poner en marcha un establecimiento para intentar ganarse la vida. 

Pero más allá de la capacidad empresarial y la habilidad hostelera que uno pueda atesorar para llevar a buen puerto un proyecto de este tipo, habrá que contar con un factor decisivo que puede echar al traste la mejor de las ideas: los vecinos. Sin ellos, o mejor dicho, contra ellos, será difícil, por no decir imposible, centrarse en la empresa de tener un bar exitoso en esta ciudad. 

Hoy en día, la capacidad de una sola persona a la que le moleste por la causa que sea tener un bar cerca de su casa constituye más riesgo que la propia capacidad para gestionar el negocio. Bastará una llamada de protesta diaria de un vecino al servicio municipal para tener al ayuntamiento en guardia. No importará la inversión realizada, la licencia otorgada legalmente por el distrito ni el servicio o disfrute que otros ciudadanos obtengan de ese establecimiento. Importará poco si el bar crea puestos de trabajo y genera actividad económica en el barrio. Su propietario, a partir de ese momento, pasará a tener el peor y más insalvable de los enemigos con el que uno puede contar en esta ciudad para explotar un bar: el propio ayuntamiento. Su local quedará marcado y será sometido a todo tipo de seguimiento, no ya en forma de advertencias, sino con expedientes sancionadores muchas veces cuestionables, pero que resultan complicados de recurrir ante la propia exigencia de una normativa confusa y ampliamente interpretable.

La Guardia Urbana no dudará en presentarse a cualquier hora con cualquier motivo en el establecimiento. No les hará falta pistola, los agentes manejan un arma mucho más letal para los propietarios de los bares: las pda en las que introducen la infracción detectada, en la mayoría de los casos leves y susceptibles como tales de ser resueltas con una advertencia según la propia ley. Pero no. Ya que están allí, desenfundarán, introducirán los datos en la maquinita e impondrán una sanción inmediata al establecimiento en forma de multa que, en muchos casos, representará perder todos los beneficios del día. Una multa que normalmente resultará desproporcionada en su cuantía, pero que llevará una importante reducción que la podrá convertir en asumible (hasta un 75% si se paga en menos de diez días). Vamos, que sale a cuenta no rechistar y pagarla cuanto antes, puesto que en caso de proceder al derecho de recurrirla, se perderán todos los beneficios de la reducción por pronto pago y se entrará en riesgo de multiplicar por cuatro la cantidad económica de la sanción. Dicho de otro modo, si el propietario no es sumiso pondrá en riesgo no ya la caja diaria, sino la de toda una semana, una sutil manera de quedar indefenso ante la presunción de veracidad de la que gozan las fuerzas del orden público.

¿Cuál habrá sido finalmente el pecado oficial del molesto bar delatado por el vecino? Cosas tan ‘graves e irreparables’ como no tener en zona visible un rótulo con el horario de abertura y cierre, no señalizar correctamente un lavabo, ser el responsable de la gente que alborota la calle aun cuando no sean sus clientes o no presentar en el momento de la inspección alguna documentación de la solicitada, pese a que la mayor parte de ella suele estar registrada en los propios archivos municipales. Con mala suerte, las infracciones también pueden llegar a ser a ser más graves, especialmente si los agentes entran en el terreno subjetivo de considerar que la actividad llevada a cabo en el bar no se corresponde con la licencia que tiene concedida. Esto lo puede provocar desde tener más de un televisor en funcionamiento, hasta no ofrecer tapas a las 12 de la noche, disponer de luz tenue en el establecimiento, que a un cliente animado le haya dado por bailotear o cualquier detalle que al propio agente, sin ser técnico en la materia, se le pueda pasar por la cabeza en ese momento para acusar al establecimiento de funcionar bajo una licencia no adecuada a la amplia y variada actividad que puede y suele desarrollarse en un bar.

Sea como fuere, el vecino podrá dormir más tranquilo sabiendo que ese lugar abominable con el que convive cada día va a pasar a tener problemas gracias a su llamada delatora, aunque si la voluntad del propietario es la de defender su inversión y su negocio, no habrá logrado su objetivo de ver el bar cerrado, ya que rara vez se producen excesos que justifiquen tal decisión final. Simplemente, tendrá un propietario de bar más agobiado y acuciado por sus problemas y, por ende, más malhumorado con el barrio. El ayuntamiento tendrá más dinero en sus arcas y la satisfacción de haber cumplido con su gran labor de acudir al SOS del descanso vecinal, pero el barrio habrá empeorado su nivel de convivencia, justamente el eje esencial sobre el que se sustenta la idea de supervivencia en sociedad.

En resumen, entendiendo el conflicto entre vecinos y bares, la intervención municipal para mediar en el mismo suele resultar del todo ineficaz, provoca malos rollos, demuestra el proceder inapropiado de la autoridad y pocas veces resuelve el problema. Si tienen un bar debajo de su casa, opten por conocer al propietario, intercambien opiniones y dejen que el ayuntamiento resuelva problemas de mayor calado en vez de entorpecer los que, gusten o no, acaban siendo irresolubles. Nadie quiere vivir con algunas de las incomodidades que genera un bar o el patio de un colegio bajo su ventana, pero organizarse en sociedad tiene incomodidades, en muchas ocasiones más fáciles de sobrellevar con buena voluntad entre afectados que con chivatazos a una autoridad insensible y generalmente poco capacitada para encontrar soluciones, pero eso sí, experta en provocar otros problemas.