A finales de septiembre entró en vigor la nueva ley catalana que regula los alquileres, una normativa cuya elaboración y aprobación estuvieron acompañadas de una enorme polémica. Su objetivo es contener los precios para evitar que los ciudadanos con menos recursos sean expulsados de ciertos barrios y ciudades. Sigue la estela de lo que se ha hecho en algunos lugares con aparente éxito, como es el caso de Berlín.

Al finalizar el año las rentas habían caído casi un 10% en la ciudad de Barcelona respecto a finales de 2019. No parece que la nueva ley haya pesado mucho en esa evolución, sino más bien que sea resultado de los efectos económicos de la pandemia. Habrá que esperar a que las cosas se normalicen y vuelva el turismo para comprobar su eficacia y conocer sus consecuencias reales.

En el trámite legislativo se introdujeron algunos matices importantes que amortiguan el intervencionismo exagerado de su redacción inicial, como por ejemplo la posibilidad de subir la renta un 5% del índice oficial si la vivienda cuenta con ascensor, calefacción o vistas especiales. También incorporó la posibilidad de repercutir el IBI, la recogida de basuras, las gastos comunitarios y los costes de portería, en caso de que exista. Estos añadidos, a los que hay se sumar las condiciones en que son aplicables las limitaciones de precios, no fueron del agrado de los promotores de la iniciativa porque de alguna manera la descafeínan.

Sigue pendiente su constitucionalidad, dado que además de intervenir en el precio lo condiciona, entre otras cosas, a los ingresos declarados tanto del arrendador como del arrendatario, algo propio de las viviendas sociales, pero inaudito en el mercado libre. El PP presentó un recurso ante el Tribunal Constitucional, mientras que el Gobierno ha preferido ganar tiempo ante la presión de Unidas Podemos y de ERC, que amenazó con no apoyar los Presupuestos de 2021, y ha abierto negociaciones para que la Generalitat se avenga a arreglar el asunto: la Moncloa ve problemas de encaje legal en 13 de los 19 artículos de la ley y en siete de sus 12 disposiciones adicionales y transitorias. Más o menos los mismos de que alertó el Consell de Garantías Estatutarias. 

La ley, iniciativa del Sindicato de Inquilinos –una creación del Observatorio DESC, el chiringuito de Barcelona en Comú--, refleja algunas de las obsesiones de los comunes. Entre los servicios de un piso que permiten al arrendador superar del precio de referencia oficial figura el aparcamiento, como el aire acondicionado o la calefacción. Sin embargo, la normativa se olvida de las plazas de parking y sus alquileres, casi todos en negro, como todo el mundo sabe.

La presión del consistorio de Barcelona sobre los conductores es constante, incluso en una época como la actual. No solo restringe el tráfico y corta calles sin previo aviso, sino que reduce los aparcamientos libres, eliminándolos o haciéndolos de tarifa. Y cuando sus colegas presentan una iniciativa parlamentaria para contener los precios de la vivienda se olvidan de los garajes, como si fuera una cuestión tan menor que no merece su atención, como si los catalanes carecieran de derecho a tener un coche --¡ese artículo de lujo!-- y poderlo aparcar. El Gobierno debería aprovechar las negociaciones en curso para recordar a sus interlocutores que disponer de automóvil es en muchos casos una cuestión de primera necesidad y que además genera empleo.