Hemos visto en estos días reacciones contrarias a lo sucedido en el Capitolio por parte de casi todo el espectro político catalán. Reacciones que comparto, pero que en algunos casos no entiendo. El Presidente del Parlament, Roger Torrent, afirmaba en Twitter hace unos días sin despeinarse que “lo que está pasando en el Capitolio nos enseña los peligros de alimentar al populismo y a la extrema derecha y, sobre todo, hacerlo desde las instituciones. Tomemos nota y blindémonos contra todas las formas de fascismo”.

Uno viviendo en Barcelona, al oír semejante afirmación por parte de aquellos que han alimentado el discurso de la desobediencia durante años, no puede más que mosquearse. Por la desfachatez con la que hablan y por la cara dura con la que actúan los dirigentes de la nave separatista. Estoy convencido de que la mayoría de barceloneses todavía no hemos olvidado cómo las proclamas incendiarias de nuestros lenguaraces dirigentes, hicieron que varios grupos de fanáticos seguidores de los líderes separatistas incendiaran nuestra ciudad.

El separatismo ha alimentado la violencia desde las instituciones catalanas hasta el punto de animar a la gente a tomar las calles de la capital catalana en múltiples ocasiones, pero claro, cuando hablan de fascismo y de extrema derecha hablan siempre de los demás. Recuerdo haber escrito hace un tiempo un artículo en este medio que ahondaba en este tema. Los fascistas que se ignoraban a sí mismos. Sigue siendo impresionante ver cómo los cabecillas separatistas son capaces de hablar con tanto cinismo, ubicando siempre a los demás en el espacio mental de seres despreciables mientras ellos se ubican en el espectro de población que se consideran a sí mismos luchadores por la libertad. Haciendo lo mismo (o cosas muy similares) ellos siempre encuentran una excusa que les aleja de la supuesta barbarie. Encuentran el fin que justifica sus medios. Siempre hay una buena dosis de superioridad moral que les permite esconder su violencia y su actitud incendiaria, tras un halo de bondad y honor que los convierte en verdaderos mártires de la libertad.

Los hechos poco importan. Da igual que hayan animado a sus hooligans a incendiar Barcelona mientras ellos tocaban el arpa desde sus despachos al más puro estilo Nerón. Ellos son paladines de la libertad, el resto sucios fascistas.

El resumen de todo esto es sencillo. El nacionalismo populista catalán que asalta el Parlament con sus CDR's es algo bueno, y el nacionalismo populista americano que se permite asaltar el Capitolio con trumpistas es malo. Esta disociación que se produce en la mente del nacionalista la explica a la perfección mi amigo Cristian Campos en su artículo “Cómo distinguir un golpe contra la democracia de un asalto a los cielos”.

La gran incógnita que me genera toda esta situación es, cómo es posible que ciudadanos de una ciudad como Barcelona hayan sido capaces de comprar semejantes excusas para saciar sus pulsiones separatistas mediante acciones de las que ahora reniegan en el momento en que son otros quienes las ejecutan.   

Para entender la respuesta es importante recordar que el nacional-populismo es un viejo conocido de los catalanes. Hace 40 años que circula, como un virus silencioso tras nacer como herramienta del pujolismo para esconder sus vergüenzas con el caso Banca Catalana.

Ese nacional-populismo bajó de intensidad durante las seis legislaturas en las que Pujol y los suyos no encontraron obstáculos para desarrollar su plan secesionista gracias a los distintos partidos que se repartieron el poder a nivel nacional. El clásico “no me molestes y no te molesto” que ha permitido perpetuar durante años un modelo social en el que la crítica al nacionalismo es de fachas y te lleva inexorablemente a un ostracismo insoportable.

Ahora las cosas parecen haber cambiado un poco. En el momento en que el nacional-populismo catalán se ha sentido en peligro se ha transformado volviendo a su verdadera esencia, replicando las máximas de Banca Catalana y convirtiéndose en el ahora conocido como procés.

Este es el motivo que hace que lo sucedido en el Capitolio, pese a parecerme repugnante, no me hace estremecerme. En Cataluña convivimos con el virus del nacional-populismo desde hace años. Lo conocemos bien. Disfrazado de catalanismo, de nacionalismo moderado, hasta llegar a ser lo que es a día de hoy. Un movimiento intransigente, homogeneizador y de consignas violentas. Un movimiento que ha hecho que olvidemos lo verdaderamente importante. Que olvidemos los debates de progreso social. Que olvidemos los debates sobre la igualdad. Que olvidemos en esencia la ciudad que fuimos para convertirnos en la ciudad que somos. Una ciudad más preocupada de las tensiones separatistas que perpetúan los privilegios de los de siempre, en lugar de una ciudad abierta, moderna y que reivindica lo que siempre había reivindicado. El progreso.