Hay dos libros poco leídos de Umberto Eco y, sin embargo, espléndidos: Diario Mínimo y Segundo diario mínimo. Ambos recogen colaboraciones del pensador en publicaciones diversas. Son, en general, textos breves dotados de un profundo sentido del humor para mirar al mundo cultural. En el segundo, incluye una relación de las materias que se imparten en una universidad donde todo lo que se enseña es un imposible o un absurdo (un texto casi profético). Hay materias tan llamativas como la oceanografía lunar o la tridoscopia felina. Consiste ésta en el arte de buscar tres pies al gato. Una expresión curiosa que ha provocado discusiones apasionadas, aduciendo que se trata de una afirmación errónea y que, en realidad, debería decirse buscar cinco pies al gato. El caso es que el dicho completo, según podía oírse hace medio siglo a las abuelas en no pocos pueblos castellanos, reza así: “Le estás buscando tres pies al gato y te vas a encontrar cuatro”. Es decir, se trata de una advertencia para que la gente no se meta en camisa de once varas porque si se pone a investigar puede que encuentre más (cuatro) de los tres pies que anda buscando. Ni que decir tiene que es una advertencia muy adecuada para periodistas. Pero quede ahí por hoy esta cuestión.

El caso es que la polémica deriva de la mala interpretación de la frase, cosa perfectamente explicable, ya que se trata de una forma de entenderla avalada por no pocos filólogos y también así la recoge Sebastián de Covarrubias (Tesoro de la lengua castellana o española), aunque no Cervantes, que habla de los tres pies y no de cinco.

Otra expresión de las abuelas y abuelos del siglo pasado era anunciar a los nietos que, en ese momento, pasaba por la calle un hombre que tenía tantas narices como días el año. Una sentencia que se utilizaba sólo el 31 de diciembre porque lo que en realidad se le decía al crío era que por la calle pasaba alguien que tenía exactamente una nariz, la misma cantidad de días que le quedaban al año que expiraba en pocas horas.

Lo que era un chiste para pillar desprevenidas a las criaturas ha terminado por convertirse en una extrañísima tradición. Las televisiones hablan de individuos, que de existir serían lo que antes llamaban un fenómeno de feria, e incluso ofrecen imágenes de tipos disfrazados con ropas extravagantes en las que se reproducen narices y más narices. Puede que incluso 365. Todo un despropósito fruto de haber entendido mal una cuchufleta.

Lo chusco es que algunas instituciones se han apuntado al malentendido. Así, por ejemplo, el Ayuntamiento de Barcelona organiza para ese día un par de carreras de las “narices”. Expresión que, dicho sea de paso, tiene en castellano un significado de exageración estrambótica que se pierde en catalán.

De modo que no se entiende un chiste (¡ah del humor perdido!) y se inventa un sinsentido que se va repitiendo y repitiendo hasta que parezca algo. Tal vez todo esto tiene que ver con el empobrecimiento lingüístico en el que se vive. Aristóteles decía que el hombre es un animal que tiene logos, palabra griega que significa a la vez lenguaje y razón. En la medida en que el hombre contemporáneo va perdiendo lenguaje ve también cómo se empobrece su razón, su capacidad para entender el mundo y distinguir los hechos de la ficción. Que este empobrecimiento se extienda a las instituciones gobernadas por la izquierda (real o también ficticia) es mucho más que preocupante. Porque una de las características de la izquierda era su voluntad de ser racional y pedagógica. Y en vez de eso se abandona a la chirigota sin darse cuenta de que lo es. No es de extrañar que luego la gente crea las afirmaciones más extrañas (eso que los ingleses llaman fake news). Con un agravante: antes, ignorar algo era un baldón; hoy, en cambio, las televisiones se llenan de gente que hace ostentación de su ignorancia. Y a veces esos mismos que gustan de presumir de ignorantes, no se quedan en tertulianos. Se convierten en concejales o parlamentarios y se plantan en el escaño con su ignorancia a cuestas. ¡Tiene narices la cosa!