Avanzada la noche, la entrada del Liceu resultaba de gran utilidad para prostitutas, yonquis y demás gente de mal vivir a la hora de incurrir en sus prácticas habituales. Puede que en otra ciudad se hubiese colocado una verja inaccesible y a otra cosa, mariposa, pero estamos en Barcelona y, como dijo Unamuno, a los mediterráneos nos pierde la estética. Por eso los responsables de nuestro teatro de ópera han recurrido a Jaume Plensa para que les fabrique una verja artística e imbuida del tradicional hálito entre místico y telúrico que distingue a su obra. La cosa va a costar 750.000 euros, pero el artista no va a cobrar un duro porque asegura que lo suyo es un regalo a la ciudad de Barcelona que aspira a dialogar nada menos que con Gaudí y con Miró. El dinero, pues, le llegará de otro encargo del Liceu: montar el Macbeth de Giuseppe Verdi y Francesco Maria Piave (obra estrenada el 14 de marzo de 1847 en el Teatro della Pergola de Florencia, como sabrá cualquiera que se tome la molestia de consultar la Wikipedia) el año que viene y encargarse de la escenografía y el vestuario.

Vi por TV3 la presentación de la cosa y me fascinó cómo se repartían los papeles de poli bueno y poli malo entre Plensa y el director del teatro, Víctor García de Gomar. Primero hablaba Plensa y soltaba uno de sus habituales discursos de cortesano místico, que tanto me recuerdan a los del difunto Antoni Tàpies, de quien Plensa ha heredado el cargo de artista oficial de Cataluña, que implica ir siempre vestido de negro, en plan cura seglar, y adoptar un tono entre filosófico, humanista y (casi) religioso que aúne la bondad y la solemnidad en el mismo párrafo. El escultor habló de su regalo a Barcelona, de su aversión a las puertas (vencida en esta ocasión por una buena causa) y del inevitable diálogo con los artistas que le precedieron. Como suele suceder, la cosa tuvo mucho de homilía, pero Plensa no pudo bendecir a los que le escuchaban y decirles que podían ir en paz porque tenía que hablar a continuación el mandamás del Liceu, quien, todo hay que decirlo, nos dejó las cosas más claras a todos.

García de Gomar dijo lo que ya sabíamos: que la entrada del Liceu se convierte cada noche en refugio de pecadores y seres anti sociales que la usan como escenario de sus guarradas; y que había llegado la hora de poner coto a tan lamentable coyuntura. Mientras Plensa hablaba de cosas elevadas e intangibles, el director del Liceu iba al grano, lo cual es muy de agradecer: la principal misión de la nueva verja es cerrar el paso a la racaille, que diría Nicolas Sarkozy. Evidentemente, el teatro está en su derecho de hacerlo y que putas y yonquis se busquen otros soportales más hospitalarios. Pero había algo inevitablemente cómico en el contraste entre el lenguaje elevado, críptico y algo meapilas del artista y el talante práctico del empresario, un tipo brillante que, hay que reconocerlo, ha encontrado la forma ideal de quitarse de encima a la chusma sin quedar como un cochino burgués clasista. A partir de ahora, la racaille se va a encontrar con una barrera infranqueable, pero no con cualquier barrera, sino con una diseñada nada menos que por Jaume Plensa, ese señor que va llenando las ciudades del mundo de enormes cabezones místicos que dialogan con sus habitantes. ¿Sobre qué? Ni idea. De hecho, yo no distingo un cabezón de otro, pero hay que reconocer que el artista tiene una explicación distinta para cada uno de ellos.

Me quito el sombrero que no llevo ante el ingenio desplegado por la dirección del Liceu. Creo que alguien de los comunes ya ha emitido acusaciones de clasismo y de falta de empatía con los sectores más desfavorecidos de la sociedad, cuyos representantes deberán buscarse otros sitios para dedicarse a sus pinchazos y a sus felaciones, pero la maniobra consistente en librarse de la chusma utilizando a Plensa de aduanero místico se me antoja magistral.