Uno de mis miedos ancestrales es hacia los perros. Y como más grandes son mayor es mi pavor. Me cuesta empatizar con mis amigos que tienen perros como mascotas y de compartir su tristeza cuando mueren. Solo me enternecen cuando son recién nacidos, pero ese sentimiento me lo genera cualquier cría, incluso si es de cocodrilo o hiena. Al cruzarme con un perro por la calle siempre temo que se abalance sobre mis piernas y jamás bajo al patio de mi isla vecinal cuando alguno anda suelto.

En cambio, cuando paso junto a algún perro que acompaña a una persona que pide dinero en la calle nunca siento la necesidad de apretar el caso o cambiar de acera. Esos perros parecen afectados por una extraña enfermedad del sueño que los deja adormilados permanentemente. Pueden pasar dormidos el día entero. Por lo menos, esa es mi impresión después de verlos en un intervalo de varias horas y constatar que siguen tumbados como si estuviesen enfermos o drogados.

Andrea Prada, impulsora de la asociación ‘Vigilancia Solidaria’, puso en marcha hace un año la campaña “Stop el uso de perros mendigos”. Pedía 10.000 firmas y un año después apenas ha superado las 8.000. La difusión de algunas informaciones sobre la implicación de mafias de la Europa del Este en este asunto misterioso ha disparado algo el apoyo a esa campaña.

Que hay gente que usa perros para ablandar el corazón de los transeúntes y den dinero a personas que piden dinero sentados en el suelo es indiscutible. ‘Vigilancia solidaria’ ha difundido videos donde se ve que una de esas personas con dos perros adormilados a sus pies aparece en el mismo lugar una semana más tarde con otros perros distintos.

Es evidente que algo les dan para que esos animales no anden saltando o huyendo a la primera ocasión. ¿Qué? No sé si pedirlo primero a algún periodista de investigación o a la policía municipal, que se supone que debe saber de qué va la cosa.

No es la mejor solución el ir quitando los perros a todos los indigentes que viven en nuestra ciudad. Entre otras razones, porque para muchos de ellos son compañeros fieles y queridos. Tanto que renuncian a ser acogidos en albergues en las frías noches de invierno si no les dejan estar acompañados por sus mascotas.

Algo hemos mejorado en relación a tiempos no tan lejanos en que la compasión de los ciudadanos pretendía conseguirse exhibiendo bebés entre los brazos de quienes pedían dinero. La defensa de los derechos del menor se ha impuesto y hay que felicitarse por ello. Quizás ha llegado el momento de defender también los derechos de los perros. Esos que me dan miedo.