Tratar con otros seres humanos es uno de los causantes de nuestro malestar. Querríamos transitar la vida como si se tratara de un descenso tranquilo y sin altibajos, desde la cuna hasta la lápida, pero es inevitable el tener que hacer frente a las relaciones interpersonales. Y cuanto más grande es la población de nuestro lugar de residencia, más probabilidades hay de que el malestar vaya en aumento.

Junto a las limitaciones del cuerpo propio (enfermedad, dolor, envejecimiento) y el hiperpoder de la naturaleza (por mucho que avance la tecnología, seguimos inermes ante tornados, tsunamis, terremotos, huracanes, lluvias torrenciales y otros accidentes), relacionarnos con otros de nuestra especie nos genera mala leche, deseo y rechazo, amor y odio, y nos vemos danzando en un baile donde el otro nos atrae y nos repele.

La mala leche, después, puede convertirse en seña de identidad, en rasgo de personalidad, no sólo de un individuo, sino de un pueblo entero. Sirva como ejemplo la figura del català emprenyat, un clásico. O la del español que no pierde ocasión de soltar espumarajos por las comisuras mientras vocifera eso tan obvio: que él es español, español, español. Cuarenta años de dictadura imprimen carácter, claro que sí.

La mala leche es palpable en estos tiempos, especialmente desde el 1 de octubre de 2017, cuando la policía y la guardia civil españolas, españolas, españolas nos molieron a palos por querer votar. La mala leche cotiza al alza como ya querría el Ibex 35. La mala leche está en el que se dedica a destrozar bicicletas bien aparcadas, porque ya que no las puedo comprar ni robar, que no le sirvan ni a sus dueños. La mala leche está ahí, a la puerta de tu casa, en forma de basura acumulada a los pies de un contenedor, porque para qué voy a molestarme en levantar la tapa y colocarla dentro, si ya están los del camión municipal para hacerlo, que para eso les pagan. La mala leche está en la pintada en un semáforo o en cualquier otra señal de circulación, que se jodan, que se gasten la pasta en limpiarlo, así al menos no se roban todo lo que recaudan en impuestos.

La mala leche vive al lado, pero, cuidado, también es posible que viva en ti.

Y el problema de vivir con mala leche es mortal. No es una manera de expresarme, no: literalmente, la propia mala leche puede hacer que enfermes hasta morir. Claro que no te va a dar un síncope -o acaso sí-, pero te irá matando suavemente, como la canción. Primero dejarás de sonreír, después se te estropeará el mecanismo del disfrute, y cuando te quieras dar cuenta ya te habrás convertido en ese barceloní emprenyat que no hace otra cosa que pensar en lo desgraciado que es por vivir en una ciudad infestada de turistas los doce meses del año. Y a lo peor hasta vas y votas a un partido de derechas.

Los otros son el infierno, sí, pero sin los otros no podemos nada, a menos que renunciemos a la sociedad y nos convirtamos en eremitas. Los otros pueden generar malestar, pueden ser los causantes de la mala leche propia con su mala leche, pero es mejor tender puentes hacia ellos que volarlos todos y creernos individuos independientes. Entonces sí seremos, ineluctablemente, marionetas de los poderes.