Ada Colau acaba de descubrir que a los que gobiernan en el edificio situado frente al Ayuntamiento no les gusta Barcelona. Es algo que algunos barceloneses han sabido siempre. Por eso, en general, son reacios a votar a sus representantes. En realidad, los partidos nacionalistas son herederos del viejo carlismo del XIX, que se agrupaba al grito de “Dios, Patria, Fueros”. Tres conceptos reaccionarios enfrentados a lo que, desde el XIX, representaban los isabelinos: éstos eran la ciudad frente a lo rural; el progreso frente a la mirada fija en el pasado; la innovación y la industria contra el mantenimiento de las tradiciones (por arcaizantes y absurdas que fueran) y la exaltación del mundo agrícola.

El odio carlista a los valores urbanos no es un mero sentimiento que aparece en las noches frías al calor del brasero. No. Se traduce en constantes decisiones contra Barcelona y su conurbación metropolitana. Colau denuncia ahora que no se ha dotado a la ciudad de unos 600 agentes de los Mossos d’Esquadra. No es algo nuevo y se suma a muchas otras decisiones. Por ejemplo, al intento de asfixia económica del municipio, al que el Gobierno catalán debe unos 280 millones de euros. Dinero que debería haber servido, entre otras cosas, para ampliar y mejorar el parque de guarderías de los barceloneses y que tiene que ser aportado por una municipalidad a la que se escatiman los recursos. También se recorta, es decir, se evita invertir, en las escuelas de música o en las becas comedor.

Las inversiones en el transporte público van por el mismo camino: apenas van. La línea 9 de metro está paralizada en su tramo intermedio. Pero ya mucho antes, una de las primeras medidas de Jordi Pujol como presidente del Gobierno catalán, a principios de los ochenta, fue reventar el plan de infraestructuras que contemplaba hacer que el metro llegara a Montjuïc -para potenciar la Fira- y a la Zona Franca. Un barrio éste habitado por obreretes que votaban a la izquierda y, por lo tanto, no se merecían nada.

Mientras se combatían las inversiones en el metro y se ignoraba Rodalies, se dedicaba dinero abundante a Ferrocarrils de la Generalitat para luego explicar que como gestores eran los mejores. Pero no eran los mejores; eran simplemente injustos. Lo de Rodalies vale la pena recordarlo: la reclamación del servicio empezó apenas en la primera década de este siglo, pero la posibilidad del traspaso figuraba ya en el primer Estatuto. Pujol no lo reclamó por lo mismo que no quiso el concierto vasco, lo que hubiera permitido al Ejecutivo autonómico recaudar sus propios impuestos. Era mejor no cobrar nada a la gente, recibir dinero del Gobierno central y repartirlo (no siempre con un criterio de ecuanimidad), aduciendo, además, que no se recibía lo suficiente para todo. El malo siempre era el otro y la víctima una Cataluña imaginaria. 

En época del alcalde Xavier Trías no se oyó en el consistorio una sola queja por estos agravios. Más aún, en determinados momentos, la tesorería municipal asumió pagos de obras y servicios que correspondían plenamente a la Generalitat. La fidelidad al partido estaba (está) por encima de la fidelidad a una ciudad a la que no se aprecia. Durante sus primeros cuatro años, Ada Colau ha trampeado la situación que ahora denuncia.

Ya de paso: se ha quejado también de que la Fiscalía no acude a las reuniones de la Junta de Seguridad Local en las que se trata de los problemas de la convivencia en Barcelona. Sabe los motivos: el lazo amarillo que figura en las fachadas de los edificios municipales pretende afirmar que los detenidos del procés son presos políticos. Es decir, es un insulto directo a la Judicatura y a la Fiscalía, ya que se sostiene que no actúan de forma independiente sino por criterios partidistas. Es normal que los insultados no quieran entrar en las casas de los que los insultan.

Hay una afirmación que estos días, por motivos diversos, se repite mucho: las decisiones que se toman tienen consecuencias. En efecto: insultar a jueces y fiscales tiene consecuencias.