No suelo dar más crédito a lo que dicen los políticos que a la forma en que lo dicen. Debe ser deformación profesional, un predominio de la escucha que no privilegia nada, para que entonces emerja, como saltaría un pez en un río, lo que por sí mismo desea expresar algo distinto.

El pasado viernes 27 la alcaldesa de Barcelona lanzó a las redes un pececito que, de un salto, se ganó algunos titulares. Escribió Ada Colau que ella no apoyaba la declaración de independencia del Parlament de Catalunya porque, entre otras cosas, era el producto de la colisión del tren de los políticos independentistas lanzado «con prisa kamikace» (escrito así, con una ce muy española, como Cáceres o Cuenca). Supongo que se refería a la acepción erróneamente divulgada de la palabra japonesa kamikaze, que literalmente significa «viento divino», y que el mundo entero relaciona, con la falta de rigor derivada de una mala traducción, a casi cualquier ataque suicida.

Un poco de historia no vendrá mal entre tanta histeria. Los japoneses estaban recibiendo una paliza monumental sobre el final de la II Guerra Mundial, con Estados Unidos montado en todo su potencial armamentístico para imponerse en la zona del Pacífico. Crearon entonces una unidad especial de ataque conocida por su abreviatura como tokkōtai, a la que los jóvenes pilotos del emperador aspiraban a ingresar como máximo honor posible dentro de su servicio militar al país. Los traductores occidentales que escribieron la historia del conflicto armado interpretaron mal los ideogramas que formaban la palabra shinpū, y así los pilotos que deliberadamente se estrellaban con sus aviones contra las naves enemigas, cargados con bombas de 250 kilos, pasaron a llamarse kamikazes.

Más allá de estas precisiones acaso innecesarias, lo interesante es cómo, desde un prisma occidental y europeo, un término que representa una idea de honor, de muerte valerosa, de persecución de un ideal aun a costa de la propia vida, ha devenido casi un sinónimo de sinrazón, de locura, de acto irreflexivo, de terrorismo. Retorcer el lenguaje acarrea estas consecuencias.

Los occidentales estamos muy lejos de poder siquiera aproximarnos al sentimiento que determinaba a aquellos jóvenes de la época a actuar voluntariamente, en su mayoría convencidos de que su muerte en aquellas misiones mejoraría la situación de la guerra para su país. Los kamikazes no actuaron de manera irracional ni improvisada, sino que se presentaron conscientes de lo que hacían, tras recibir entrenamiento —militar y psicológico— durante varios meses.

Por esa dificultad nuestra para aprehender siquiera un poco del pensamiento oriental hemos acabado por igualar al kamikaze con cualquier chalado fanático suicida. Quizás sean estos buenos tiempos para volver a Dolores Ibárruri y recuperar una frase que se le atribuye: «Es mejor morir de pie que vivir de rodillas».