La restauración de Barcelona comienza el año del mismo modo con que terminó el anterior: con malas noticias. Se despide el mítico restaurante Samoa, situado en la esquina de paseo de Gràcia con Rosselló desde 1962. Laura González, hija del fundador del local, reconocía, después de 25 años al frente del negocio, que había sido una decisión “dura y delicada, llena de sentimientos”. De momento ningún miembro del gobierno municipal se ha dignado a darles el pésame en público, quizás porque saben que algo han tenido que ver en tan triste desenlace.

Cuando se habla del cierre de establecimientos emblemáticos, en muchas ocasiones se trata de comercios cuya oferta de productos y servicios ha dejado de ser demandada por la sociedad; los nuevos hábitos conllevan nuevas necesidades. Objetivamente la pérdida de este patrimonio histórico supone un fracaso colectivo, aunque muchos opinen que su ocaso parece inevitable (se ha puesto en cuestión su razón de ser comercial). El caso del Samoa es distinto: un restaurante que lo tenía todo para ser viable (trayectoria y prestigio, reconocimiento, ubicación, savoir-faire, etc.) se despide de su clientela superado por las circunstancias, forzado por la coyuntura económica de la ciudad y como consecuencia de las políticas del gobierno municipal. Por eso su adiós duele especialmente, porque se podría haber evitado.

El Samoa es víctima, en primer lugar, de la pauperización del turismo. De nada sirve repetir con triunfalismos que Barcelona sigue batiendo récords de turistas: los visitantes, si es que realmente llegan en tal cantidad, ni cenan en los restaurantes ni compran en las tiendas del centro. Por lo tanto, algo se ha estado haciendo mal sin que de momento se observen cambios en lo referente a la gestión municipal de la marca o a la promoción turística de la ciudad.

Ubicado a pocos metros del epicentro de la revuelta, el Samoa no se ha repuesto a la ola de disturbios que asoló el centro de Barcelona el pasado otoño y que hizo saltar por los aires los balances económicos de tiendas y restaurantes. Cuando todavía humeaban las hogueras de los violentos, el gobierno municipal prometió ayudas para paliar las pérdidas. Apenas dos meses después, ya nadie se acuerda de todo aquello y menos aún de las ayudas prometidas.

Por último, el Samoa ha sufrido en sus propias carnes la obsesión del gobierno para con las terrazas. Esta fijación enfermiza se manifiesta de diferentes formas. La más evidente: aprovechando cualquier oportunidad (o inventándola si hace falta) para eliminar mesas y sillas. También aplicando un celo desproporcionado en el momento de la inspección. Y no culpo al cuerpo inspector, que se limita a obedecer las indicaciones que les hacen llegar sus responsables políticos. Es a estos últimos a los que debemos pedir explicaciones. En esta tesitura, el incremento de la tasa de terrazas, salvaje y confiscatorio, es tan solo el último acto del sainete en que se ha convertido esta cruzada contra la actividad económica. 

Poco podemos hacer ahora por el Samoa, pero si no reaccionamos a tiempo muchos establecimientos hosteleros seguirán sus pasos durante los próximos meses; desgraciadamente, todos no serán tan conocidos como para protagonizar obituarios en los medios de comunicación. Así, en silencio, el empobrecimiento de la ciudad avanza a pasos de gigante. He aquí lo realmente perturbador de toda esta historia: ¿cuándo el PSC de Barcelona empezará a reivindicar los logros económicos conseguidos con mucho esfuerzo por los gobiernos de Pasqual Maragall, Joan Clos, Jordi Hereu y Xavier Trias, basados en la cooperación entre el sector público y el privado? Ya llevamos más de seis meses de mandato.