Ada Colau prosigue con su cruzada particular contra el ocio de los barceloneses y, tomándose un respiro en el acoso a las terrazas, la emprende contra las discotecas. Aquí ya no se puede pimplar ni en el exterior ni en el interior. Nuestra alcaldesa tiene una visión muy particular de la utilización del espacio público y ahora les ha tocado el turno a las discotecas del Frente Marítimo, que, al parecer, están causando un daño irreparable a la ciudad: el que quiera pillarla, que okupe una casa destartalada, diga que a partir de ahora es un centro cívico que solo piensa en la mejora del barrio y celebre unos fiestorros del copón a base de birras, canutos y las obras completas de La Polla Records.

Ada prefiere acampadas urbanas en las que la juventud sana dé rienda suelta a sus justas reivindicaciones. Como la de la plaza Universidad, por ejemplo. Ahí sigue la alegre muchachada procesista con sus tiendas de campaña y sus banderitas, cortando la calle cada vez que les sale del níspero. Yo confiaba en que la Junta Electoral les obligara a levantar el campamento, pero solo les ha dicho que hagan el favor de no exhibir enseñas políticas. No sé si todos pasan la noche al raso o si hacen como Antoni Ribas cuando plantó la tienda en la plaza de Sant Jaume porque no le daban la subvención necesaria para rodar una de sus obras maestras: mi amigo Loquillo pasó por allí una noche a solidarizarse con él y se encontró con el hijo del cineasta, quien le informó de que papá se había ido a dormir a casa, pero el campamento se mantiene inamovible.

Los adultos patrióticos, por su parte, les llevan vituallas y mantas porque están orgullosos de ellos, y los columnistas indepes de mi quinta les dedican elogiosos artículos en los que me parece oír de fondo Giovinezza, giovinezza, aquella alegre canción que tanto le gustaba a Benito Mussolini. No sé si se les han suministrado a los chavales los condones que solicitaron, pero si no es así, ya me encargo yo personalmente: ¡cualquier cosa con tal de impedir que se reproduzcan!

Llámenme mal pensado, pero tengo la impresión de que, si los acampados reivindicaran la unidad de España o la reanudación de las clases, ya habrían sido desalojados por la guardia urbana, acusados de entorpecer la movilidad de los barceloneses y de provocar alarma social. Ya se sabe que en Barcelona no se manifiesta quien quiere, sino quien puede: todos los que sigan las instrucciones del régimen contarán con la simpatía de Ada Colau, a la que no se vio, por cierto, en la entrega de los premios Princesa de Gerona; supongo que se vio obligada a añadir a su ineptitud la falta de educación: si la máxima autoridad del estado se presenta en tu ciudad, estás obligada a ejercer de anfitriona, por muy republicana que seas. Pero Ada no tiene tiempo para recibir al rey ni para disolver el camping de la plaza Universidad: le quedan muchas terrazas que arrinconar y muchas discotecas que chapar. Cuestión de prioridades.